“1976” de Pablo Larraín es un ejercicio de atmósfera, una película que te envuelve como una niebla húmeda sobre un pueblo costero chileno en pleno proceso de transformación. No es una explosión de acción o un melodrama convencional, sino una profunda meditación sobre el secreto, la culpa y la fragilidad de la verdad. La película, ambientada en 1976, apenas unos meses antes del golpe militar, no se centra en la política explícita, sino en el impacto personal y psicológico de un evento traumático en la vida de una familia rural. El largo período de tranquilidad que se presenta inicialmente, una existencia aparentemente simple y aislada, sirve precisamente para destacar el abrupto e inesperado contraste que marcará el desarrollo del drama.
La dirección de Larraín es magistral, creando una tensión palpable desde los primeros minutos. El uso de la cámara, a menudo lenta y observadora, capta la atmósfera opresiva del lugar y la angustia silenciosa de sus habitantes. La película se construye a través de pequeños detalles: un gesto, una mirada, un silencio prolongado. No busca explicaciones fáciles, sino que se basa en la sugerencia y la ambigüedad. El director no recorta ni se apresura, permitiendo que el espectador se sumerja lentamente en el universo de la película, sintiendo la carga emocional que emana de cada personaje. La fotografía de José Luis Guarín es impresionante, con tonos grises y azules que evocan la tristeza, la soledad y el temor.
El corazón de la película reside en la interpretación de Paulina García como Carmen. Su actuación es, sencillamente, excepcional. García transmite con una sutileza asombrosa la complejidad de su personaje: una mujer de clase media, aparentemente conservadora y religiosa, que se ve forzada a confrontar sus propios límites y a elegir entre su fe y su moral. La intensidad emocional que emana de su rostro y de sus movimientos es brutalmente convincente. Los demás actores también cumplen a la perfección, especialmente Javier Godoy como el curita, un personaje enigmático que genera constantemente sospechas. El resto del elenco ofrece un buen trabajo, aunque las actuaciones, en general, son más contenidas, lo que se entiende dada la naturaleza introspectiva de la obra.
El guion, adaptado de la novela homónima de Roberto Bolaño, es inteligente y sutil. No se presenta una narrativa lineal, sino un entramado de secretos y sospechas que se desenvuelven gradualmente. La película se alimenta de la tensión entre lo que se dice y lo que se oculta, generando una atmósfera de paranoia. La novela, que es fiel a la película, ofrece profundidad psicológica y explora la naturaleza del mal, no como una fuerza externa, sino como una potencialidad inherente a la condición humana. Es un guion que invita a la reflexión sobre la naturaleza de la verdad, la responsabilidad personal y los límites de la fe. La película, aunque no explora el golpe de estado directamente, lo sitúa como un punto de inflexión en la vida de los personajes, aunque sea de manera velada. El final, abierto e inquietante, es una de las mejores decisiones narrativas de la película.
Nota: 8.5/10