Adiós, muchachos (1987)

“Au revoir les enfants” (Adiós, muchachos) no es una película que te llega a la cuenta. Es una película que se te instala en la piel, te roba la respiración y te deja con un sabor agridulce de tristeza que persiste mucho después de que los créditos finales han comenzado a rodar. Jean-Pierre Melville, un maestro del cine negro y de la tensión contenida, nos entrega aquí un drama juvenil excepcionalmente sobrio y potente, alejado de los clichés y las grandilocuencias que a veces acompañan al tema de la resistencia en tiempos de guerra. Esta película es, sobre todo, una meditación sobre la inocencia perdida, la confrontación con la maldad y la brutalidad de la realidad.

La dirección de Melville es impecable, casi científica. Se centra en la observación, en el detalle, en capturar la esencia de la adolescencia y el terror sutil que opera en un ambiente de opresión. No hay heroísmo grandioso ni batallas espectaculares; el drama reside en los pequeños gestos, en las miradas, en las palabras susurradas. Melville utiliza la cámara con una maestría asombrosa, favoreciendo los planos largos y las tomas cerradas que nos permiten empatizar plenamente con los protagonistas, Jean y Julien. La iluminación, tenue y sombría, refuerza la atmósfera de desesperación y peligro latente. La banda sonora, minimalista y evocadora, nunca interrumpe la narrativa, sino que la complementa a la perfección.

Las actuaciones son extraordinarias. Claude Kerlaz y François Ventour, como Jean y Julien respectivamente, son absolutamente convincentes. Kerlaz, en particular, ofrece una interpretación sutil y conmovedora de un niño atrapado entre la inocencia y la comprensión del horror. Su evolución emocional, desde la alegría despreocupada hasta la angustia y el miedo, es palpable. Ventour aporta una madurez sorprendente a su personaje, mostrándonos un niño que, con la mirada penetrante de un adulto, analiza la situación que lo rodea y el futuro incierto que le espera. La química entre ellos es esencial, creando un vínculo genuino que se convierte en el corazón de la película.

El guion, basado en la propia experiencia de Melville, es notable por su simplicidad y su profundidad. Evita la sentimentalidad gratuita y se concentra en la construcción gradual de la tensión, desarrollando el misterio de forma magistral. La decisión de Melville de no revelar inmediatamente la naturaleza del secreto que amenaza a los niños crea una sensación de incomodidad y anticipación constantes. La película no es un relato de guerra en el sentido tradicional, sino más bien un descenso lento y aterrador a una realidad inimaginable. Es un estudio psicológico de la adolescencia frente a la barbarie, y una reflexión sobre el costo de la supervivencia. "Au revoir les enfants" no busca ofrecer respuestas fáciles; en su lugar, nos invita a confrontar la fragilidad de la humanidad y la pérdida inevitable de la inocencia.

Nota: 8.5/10