Andrei Rublev (1966)

‘Andrei Rublev’ de Andrei Tarkovski no es una película para ser vista por casualidad. Es una experiencia cinematográfica densa, contemplativa y, en ocasiones, visceral que exige la atención y el compromiso del espectador. No se trata de una biografía convencional, sino de una meditación profunda sobre el alma de un artista, el peso de la fe y la corrupción de un imperio en transición. Tarkovski abandona la narrativa lineal, optando por una estructura fragmentada y simbólica que explora la vida de Rublev a través de sueños, flashbacks y encuentros casuales, lo que exige una interpretación activa por parte del público.

La dirección de Tarkovski es, como siempre, magistral. El uso del movimiento, a menudo lento y deliberado, crea una atmósfera de inquietud y melancolía. La película está sumida en un color grisáceo y apagado, que refleja la crudeza de la vida y la desesperación del pueblo ruso. Las largas tomas, a menudo sin música durante largos periodos, se intercalan con composiciones orquestales conmovedoras que intensifican las emociones. Tarkovski no rehuye la violencia, mostrando crímenes y ejecuciones con una brutalidad honesta, pero sin glorificarla. Estos momentos de horror, intercalados con escenas de creación artística y vida monástica, contrastan de manera poderosa, resaltando la dualidad de la experiencia humana.

La actuación de Anatoli Solonitsyn como Andrei Rublev es una de las más conmovedoras que he visto en la historia del cine. Solonitsyn no intenta dar una interpretación teatral o grandilocuente. En cambio, nos ofrece una representación silenciosa y serena, pero llena de profundidad. Rublev no es un héroe; es un hombre atormentado por sus propios demonios y por el peso del mundo que le rodea. Su lucha por mantener su fe y su creatividad en medio de la violencia y la corrupción es el corazón de la película. Las otras interpretaciones son sólidas, pero la del protagonista es la que realmente cautiva, por su sutileza y su capacidad para transmitir las emociones más profundas.

El guion, adaptado de la novela homónima de Sergei Averintsev, es un laberinto de simbolismo y alegorías. No se limita a contar la historia de un pintor; utiliza la figura de Rublev para abordar temas más amplios como la fe, la moral, la guerra, la violencia y la corrupción. La película plantea preguntas sobre la naturaleza del arte, la responsabilidad del artista y la relación entre el individuo y el imperio. Si bien la falta de una trama lineal puede frustrar a algunos espectadores, la riqueza de la simbología y la profundidad de los temas tratados compensan la ausencia de un desarrollo narrativo tradicional. La película no ofrece respuestas fáciles, sino que invita a la reflexión y a la interpretación personal. Tarkovski nos recuerda que la vida, como el arte, es compleja y contradictoria.

Nota: 8.5/10