Avaricia (1924)

“Avaricia” (Greed) de Preston Sturges es, sin duda, una de las películas más singulares y desafiantes del cine clásico. A pesar de su aparente sencillez inicial, la cinta es una disección implacable de las emociones primarias: el miedo, el celo, la codicia y, sobre todo, la manipulación. La película no es un drama convencional; es una comedia negra, un estudio psicológico que utiliza la exageración y el absurdo para revelar las verdaderas miserias humanas. Sturges construye una historia ingeniosa y desconcertante, que te obliga a cuestionar la lógica y la moralidad de sus personajes.

La dirección de Sturges es magistral. Domina el ritmo, la composición de planos y la puesta en escena para crear una atmósfera de inquietud y desconfianza constante. Hay un uso sutil pero efectivo del color y la iluminación, que acentúa el contraste entre la aparente opulencia de la casa de la ganadora de la lotería y la miserable realidad de su matrimonio. Sturges nunca se pierde en el sentimentalismo; se concentra en la representación precisa de las situaciones y en la construcción de la tensión. La película está llena de momentos inesperados, de diálogos mordaces y de situaciones grotescas que, lejos de ser gratuitas, sirven para reforzar la idea central: la destrucción que puede causar la avaricia.

Las actuaciones son absolutamente impecables. Shirley Booth, como la mujer adinerada pero infeliz, ofrece una interpretación brillante, equilibrando con maestría la vulnerabilidad y la manipulación. Su personaje es un enigma, a la vez víctima y depredadora. La química entre Booth y Don Burgess, quien interpreta al frustrado novio, es notable. Burgess aporta un toque de humor negro y una desesperación palpable. La actuación de Burgess, con su constante lamento sobre la falta de título, se convierte en el eje central de la comedia y añade una capa de realismo a la narrativa. Es una de las interpretaciones más memorables de la carrera de Don Burgess.

El guion es el corazón de la película. Preston Sturges, con la ayuda de Robert Riskin, crea una trama ramificada y llena de subtramas, pero que se mantiene coherente y convincente. Los diálogos son excepcionales, llenos de ingenio y de doble sentido. La película no se preocupa por ofrecer respuestas fáciles; en cambio, plantea preguntas incómodas sobre la naturaleza humana y sobre los límites de la moral. La decisión de Sturges de dejar la película con un final ambiguo, sin una clara resolución, es una estrategia que obliga al espectador a reflexionar sobre la tragedia que se ha desarrollado. La versión censurada, aunque más corta, sacrifica ciertos elementos esenciales de la trama y del desarrollo de los personajes.

La película, a pesar de su humor negro, es una advertencia sobre las consecuencias de la codicia y los celos. Es una obra que, más de ochenta años después de su estreno, sigue siendo relevante y que nos invita a examinar nuestros propios prejuicios y a cuestionar las motivaciones de quienes nos rodean. Es una joya del cine clásico que merece ser vista y revisada.

Nota: 8.5/10