“Bob el Jugador” de Steven Soderbergh no es un thriller criminal de alta tensión, sino más bien una disección íntima de la adicción, la vanidad y el legado que construimos a través de nuestras acciones. Soderbergh, conocido por su versatilidad y su habilidad para reinventarse con cada proyecto, aquí nos entrega una película sorprendentemente contenida, pero profundamente efectiva, que se centra en el personaje de Bob Loomis (Paul Newman), un gánster retirado consumido por el juego y la necesidad de demostrar su valía. La película no se preocupa por mostrar explosiones o persecuciones elaboradas; en cambio, se adentra en la mente de un hombre que, a pesar de tener todo lo que desea –riqueza, poder y una vida aparentemente plena – se encuentra en un punto crítico y se ve obligado a tomar una última apuesta, un último atraco al casino de Dauville.
Newman ofrece una actuación magistral. Es una performance sutil pero cargada de matices, capaz de transmitir la desesperación, la arrogancia y la vulnerabilidad de un hombre que ha construido su vida alrededor del juego, un juego que ahora amenaza con consumir su todo. Su Bob no es un villano caricaturesco; es un hombre complejo, atormentado por sus errores del pasado y por el miedo a la insignificancia. La química entre Newman y Richard Farnsworth, quien interpreta a su viejo amigo y socio, es palpable y añade una dimensión emocional importante a la narrativa. Farnsworth ofrece un contraste interesante, representando la sabiduría y el remordimiento, un espejo de las decisiones que Bob ha tomado.
El guion, adaptado de la novela de Edwin Rolfe, es deliberadamente pausado. Soderbergh evita el melodrama, optando por un ritmo lento y contemplativo que permite al espectador absorber la atmósfera y la psicología del personaje principal. Las conversaciones son cruciales, llenas de subtexto y rodeadas de una atmósfera de humo, whisky y desesperación. La película no busca explicaciones; se centra en mostrar las consecuencias de las elecciones de Bob, en los daños que ha causado a su vida y a las personas que lo rodean. El final, en particular, es ambiguo y no ofrece una resolución fácil. Se deja al espectador reflexionando sobre la naturaleza del arrepentimiento y la imposibilidad de escapar del pasado.
Visualmente, “Bob el Jugador” es una obra maestra. Soderbergh utiliza la fotografía de Peter Suskind para crear un ambiente opulento y decadente, un reflejo perfecto del mundo del juego y de la vida de los ricos. El uso del blanco y negro intensifica la sensación de nostalgia y de melancolía. Además, Soderbergh juega con la cámara, utilizando tomas largas y movimientos de cámara suaves que contribuyen a la atmósfera contemplativa de la película. Es una obra que, a pesar de su longevidad, parece tan fresca y actual como en su estreno. La película no busca ser un espectáculo visual, sino más bien una experiencia sensorial que involucra al espectador a través de la atmósfera, la música y la actuación.
Nota: 8/10