Buenas noches, madre (1986)

“Buenas noches, madre” no es una película fácil de ver. Tampoco pretende serlo, y es precisamente esa deliberada dificultad la que, a mi juicio, la convierte en una obra cinematográfica de considerable mérito. La dirección de Ana Petra es precisa, casi quirúrgica, en su selección de planos y su manejo del tiempo. Evita la sentimentalidad fácil y se centra en la cruda realidad de una mujer al borde del abismo, construyendo una atmósfera de opresión y desolación que te envuelve desde la primera toma. La fotografía de Javier Soto contribuye enormemente a esta sensación, utilizando una paleta de colores apagados, predominantemente grises y azules, que reflejan el estado emocional de Jessie y el mundo que la rodea. No se recurre a la belleza artificial, sino a una estética que habla del desgaste, del abandono y del silencio que acecha en las esquinas de la vida cotidiana.

La película se centra, obviamente, en el personaje de Sarah Townsend, interpretado por una Andrea Gudeyn absolutamente impecable. Su actuación es una muestra de maestría en la sutileza. No hay grandilocuencia, ni dramas exagerados. Gudeyn transmite la desesperación de Jessie con una mirada, con un gesto, con la forma en que sus manos se retuercen mientras habla. Es una interpretación contenida, pero profundamente efectiva, que logra que conectemos con el dolor y la soledad de la protagonista. El resto del elenco complementario también ofrece actuaciones sólidas, especialmente el joven Miguel Heredia como el hijo de Jessie, un joven consumido por las drogas y la culpa, cuya presencia es un recordatorio constante del peso del pasado y la imposibilidad de escapar de los errores. No se caen en estereotipos ni simplificaciones; su retrato es complejo, humano y, sobre todo, inquietante.

El guion, coescrito por Ana Petra y David Fernández, es lo que realmente sostiene la película. No ofrece soluciones fáciles ni disculpas, sino que presenta una exploración honesta y sin adornos de las causas que llevan a Jessie a su desesperada decisión. Se presta atención a los detalles, mostrando la dinámica familiar disfuncional, las dificultades económicas y el impacto de la enfermedad. Lo que más me impactó fue la manera en que se describe la relación entre Jessie y su madre, una relación marcada por el silencio, la frustración y una falta de comunicación que se ha ido acumulando a lo largo de los años. La película no juzga a Jessie, simplemente le ofrece un espacio para que se exprese, para que explique su dolor y sus razones. Es una película que te obliga a reflexionar sobre las heridas del pasado, la importancia del perdón y el valor de las relaciones humanas. El final, aunque ambiguo, es profundamente conmovedor y deja una sensación de melancolía persistente.

Nota:** 8/10