“César debe morir” no es una película que busca entretenimiento superficial; es una inmersión profunda en la condición humana, en la confrontación entre la redención y la persistencia del pasado. La película, dirigida magistralmente por Paolo Sorrentino, se aparta de la narrativa convencional al ofrecer un relato coral, centrado en los habitantes de la cárcel Rebibbia de Roma, quienes, a través de una iniciativa poco ortodoxa, se embarcan en la adaptación teatral de la tragedia de Shakespeare. Sorprendentemente, la propuesta no es una simple actividad recreativa, sino un proceso que expone las complejidades internas de estos hombres, desvelando los fantasmas que los atormentan y sus aspiraciones más ocultas.
La dirección de Sorrentino es, sin duda, el eje central de la película. Su estilo característico, con su uso desmesurado de planos largos, movimientos de cámara sutiles pero efectivos y una iluminación que evoca tanto la opulencia como el abandono, crea una atmósfera hipnótica que nos obliga a entrar en la mente y el espacio de los personajes. Sorrentino no rehuye la brutalidad de la realidad carcelaria, pero tampoco la glorifica. Presenta la cárcel como un microcosmos social, un lugar de desesperación y violencia, pero también de esperanza y, paradójicamente, de belleza. La película se desarrolla a un ritmo pausado, deliberadamente lento, lo que permite la construcción de relaciones sutiles y la exploración exhaustiva de las motivaciones y los traumas de cada uno de los personajes. La fotografía es impecable, transformando la prisión en un espacio visualmente rico y complejo, jugando con la luz y la sombra para subrayar el contraste entre la realidad opresiva y las aspiraciones de los reclusos.
Las actuaciones son excepcionales. Toni Serviliano, como el director de la prisión, encarna la figura de un hombre dividido entre su deber y su humanidad. La interpretación de Gianluigi Chemelli como el inquieto y atormentado "Romeo", un joven con un pasado oscuro, es particularmente conmovedora. Sin embargo, es el retrato de Francesco Suba, como el preso llamado "Enrique", el personaje que impulsa la narrativa, el que realmente nos atrapa. Su evolución a lo largo de la película, desde la desesperación inicial hasta una lenta y dolorosa búsqueda de redención, es el corazón pulsador de la historia. Las actuaciones no son grandilocuentes, sino honestas y vulnerables, lo que refuerza el impacto emocional de la película.
El guion, coescrito por Sorrentino y Umberto Contarello, es el alma de la película. No se basa en clichés ni en soluciones fáciles. Explora temas complejos como la justicia, la culpa, el perdón y la posibilidad de la transformación. La adaptación de "Julio César" no es solo una excusa para mostrar a los presos trabajando en una obra de teatro; es un instrumento para examinar sus vidas, sus errores y sus deseos. El guion evita la condescendencia y se centra en la experiencia subjetiva de cada personaje, lo que permite al espectador reflexionar sobre las causas del crimen y la naturaleza de la redención. Aunque la trama se siente a veces un tanto estirada, el potente mensaje subyacente y la honestidad con la que se abordan los temas son suficientes para mantener el interés del espectador. La película se cuestiona si el arte, incluso en un entorno tan desolador, puede ofrecer una vía hacia la sanación.
Nota: 8/10