“Cinco minutos de gloria” no es un thriller político convencional, aunque su temática, la cicatriz profunda de la violencia en Irlanda del Norte, le otorga una importancia innegable. La película, dirigida por Remi Weekers, opta por una elegancia sombría y un tono introspectivo que, si bien puede resultar lenta para algunos espectadores, compensa con la profundidad de sus personajes y la tensión palpable que se genera a lo largo de la narración. La película no busca simplificar la complejidad del conflicto sino, más bien, diseccionar la responsabilidad y las consecuencias, mostrando cómo un acto de violencia, aparentemente aislado, puede reverberar a lo largo de décadas y afectar a generaciones enteras.
La película se estructura en dos partes claramente diferenciadas: el asesinato de James Griffin en 1975 y el encuentro treinta años después entre Alistair Little y Joe Griffin. Esta división cronológica permite a Weekers explorar la evolución psicológica de los personajes. Alistair, interpretado con una frialdad inquietante por Jack O’Connell, no es un villano caricaturesco, sino un joven consumido por la ideología y la promesa de una vida significativa en el grupo UVF. Su ambición y la falta de empatía son elementos clave en la construcción del personaje, aunque la película, en lugar de justificar su comportamiento, lo presenta como el producto de un entorno violento y una visión distorsionada de la justicia. O’Connell ofrece una interpretación soberbia, transmitiendo la vulnerabilidad y la desesperación de un chico atrapado en una maraña de política y venganza.
La actuación de Michael McShane como Joe Griffin es igualmente brillante. Su mirada, llena de dolor y resentimiento, revela la carga emocional que lleva consigo. McShane logra transmitir la quietud devastadora de un hombre que ha soportado la pérdida de su hermano y la constante amenaza de la violencia. La película se centra en la invisibilidad del trauma, mostrando cómo Joe se ha mantenido en silencio durante tres décadas, asimilando su dolor y gestando un plan de venganza. La película, con notable habilidad, evita caer en la melodramatización, ofreciendo una representación realista del impacto psicológico de la guerra.
La dirección de Weekers es precisa y llena de recursos visuales sutiles. El uso de la luz y la sombra, la paleta de colores apagados, la elección de los escenarios – los paisajes desolados de Irlanda del Norte – contribuyen a crear una atmósfera de inquietud y melancolía. La película no se aferra a la espectacularidad del género, sino que se concentra en los detalles, en los momentos de silencio, en las miradas que hablan más que las palabras. El guion, adaptado del libro homónimo de Barry Brook, es inteligente y plantea preguntas incómodas sobre la responsabilidad, el perdón y la posibilidad de la reconciliación. El final, deliberadamente ambiguo, deja al espectador reflexionando sobre el ciclo de violencia y la dificultad de superar el pasado.
Nota: 8/10