Clifford (1994)

“Clifford” es una propuesta sorprendentemente perturbadora que logra equilibrar la comedia con un toque de oscuridad que, a pesar de ser un film de bajo presupuesto, resulta cautivador y, en cierto modo, inquietante. La premisa, aparentemente simple – un niño problemático llamado Clifford que no puede evitar una obsesión con un parque temático – se convierte en el catalizador de un desastre que desborda el control de todos los involucrados, y es en esa escalada de caos donde la película encuentra su verdadera fuerza.

La dirección de Trey Edward Shults es, sin duda, el punto más brillante de la película. Shults tiene una habilidad notable para construir una atmósfera claustrofóbica y tensa, utilizando la luz y la sombra, el sonido y el encuadre para comunicar las emociones y el estado mental de los personajes. Hay una marcada influencia del cine independiente americano, con un estilo particular que prioriza la inmersión emocional sobre la espectacularidad visual. El uso del blanco y negro refuerza la sensación de estar atrapados en un sueño febril y desordenado. Observamos a personajes que se desmoronan bajo la presión y la película no duda en mostrarlo, sin glorificar ni justificar sus acciones.

Las actuaciones son excepcionales. Jacob Tremblay, como Clifford, ofrece una interpretación magistral. Lógicamente, el niño debe ser capaz de transmitir la irracionalidad y el impulso destructivo de su personaje, y Tremblay lo hace con una autenticidad desconcertante. Pero es Robert Pine, como el padre de Clifford, quien realmente destaca. Su personaje está consumido por la frustración y el miedo, y Pine lo interpreta con una vulnerabilidad y un pánico palpable que son, a su vez, profundamente conmovedores. Las interpretaciones de los demás miembros del elenco – el tío Martin, la madre de Clifford, y la pareja que visitan la casa – son sólidas y contribuyen a la sensación de incomodidad general. No se trata de actuaciones grandilocuentes; son actuaciones realistas y crípticas, que revelan la fragilidad de las relaciones familiares bajo una intensa presión.

El guion, aunque sencillo en su estructura narrativa, está inteligente y perspicaz. No se adentra en explicaciones profundas, sino que sugiere y deja al espectador con preguntas. La película juega con la idea del trastorno obsesivo-compulsivo, la dinámica familiar disfuncional, y el peligro de la rabia infantil. La tensión se acumula gradualmente, no a través de diálogos grandiosos, sino a través de miradas, gestos y silencios cargados de significado. La resolución, aunque no necesariamente satisfactoria, es coherente con el tono oscuro y perturbador de la película. No es una comedia ligera; es una exploración incómoda de la locura y la desesperación.

Nota: 7/10