Dinero caído del cielo (1981)

“Dinero caído del cielo” (1998), dirigida con una delicadeza inquietante por Robert Benton, no es un drama grandilocuente, sino una observación sutil y, a su manera, devastadora del deseo, la culpa y la búsqueda de la felicidad. La película, con un enfoque casi documental en su ambientación y la puesta en escena, no intenta ofrecer soluciones ni juzgar a sus personajes, sino que se limita a registrar la lenta desintegración de un matrimonio y la aparición de una tercera en la ecuación, con resultados que dejan un regusto amargo.

La película se centra en Arthur Parker, interpretado magistralmente por William Hurt, un hombre atrapado en una rutina de mediocridad y en un matrimonio que se ha convertido en una especie de cárcel emocional. Hurt logra transmitir la frustración y el anhelo de Arthur de una manera increíblemente conmovedora. Su actuación es de una sutileza que, paradójicamente, es la que hace que el personaje sea tan palpable. No necesitamos grandes gestos o diálogos expositivos; la mirada de Hurt y su lenguaje corporal ya comunican la profunda incomodidad y el vacío en el que se encuentra. El personaje, en lugar de ser un simple objeto de deseo, se presenta como un hombre anhelando, en un estado de letargo que le impide actuar y cambiar su situación.

La química entre Hurt y Mare Winningham, quien interpreta a Joan, la esposa, es fundamental para el éxito de la película. La timidez de Joan no es presentada como una característica adorable, sino como una barrera impenetrable que separa a Arthur de su propia felicidad. Winningham da una interpretación increíblemente sutil, evitando caer en estereotipos de esposa enfermiza. La relación de los dos es tensa, cargada de silencios y miradas significativas. Es un matrimonio donde la comunicación ha sido reemplazada por la evasión. El conflicto no reside en la pasión o la infidelidad, sino en la incapacidad de ambos para expresar sus verdaderas necesidades.

La introducción de Ellen, interpretada por Melanie Griffith, aporta un elemento de frescura y vitalidad a la historia, pero también intensifica la sensación de culpa y pérdida que impregna la película. Griffith, a menudo criticada por su interpretación en otras películas, ofrece aquí una actuación sorprendentemente contenida y elegante, logrando dar a Ellen la vulnerabilidad y la inocencia que necesita para que su encuentro con Arthur sea comprensible. Sin embargo, la película no cae en clichés de romance; la relación entre Arthur y Ellen no es idealizada, sino que está marcada por la precariedad y la incertidumbre.

Desde un punto de vista cinematográfico, la película destaca por su dirección precisa y su fotografía discreta, pero efectiva. La paleta de colores, principalmente tonos tierra y grises, refleja la monotonía de la vida de Arthur, mientras que los planos cerrados en las escenas de diálogo enfatizan la incomunicación entre los personajes. La banda sonora, aunque no dominante, complementa la atmósfera melancólica de la historia. Robert Benton logra, en definitiva, crear un ambiente de tensión constante, donde la desesperación y la esperanza se entrelazan. Es una película que, a pesar de su aparente sencillez, plantea preguntas complejas sobre la naturaleza del amor, el deseo y la responsabilidad personal.

Nota:** 7/10