“Dios mío, ¿pero qué nos hemos hecho?” (originalmente “Les Risques de L’Amour”) no es una epopeya romántica, ni una comedia explosiva. Es, en esencia, un retrato sutil y profundamente humano de la familia Verneuil y el peso de los recuerdos. Philippe Grimberguer, a través de una dirección delicada y un ritmo pausado, consigue que la película se sienta como un viaje en el tiempo, un encuentro con versiones pasadas de nosotros mismos y de nuestras relaciones. La película se construye a partir de una premisa simple: el 40 aniversario de Claude y Marie Verneuil y la decisión de sus hijas de reunir a sus padres con los novios. Pero la verdadera magia reside en la forma en que se explora la complejidad de las relaciones familiares a lo largo de décadas.
El guion, de Robert Benayoun y Lionel Burney, es admirable en su modestia. No hay grandes diálogos ni momentos de drama exagerado. En su lugar, la película se basa en la observación y en la interacción de los personajes. Cada encuentro, cada mirada, cada silencio es cargado de significado. La historia se desarrolla a medida que los novios, a menudo extraños entre sí, comienzan a conocerse mejor y a descubrir los secretos que la familia Verneuil ha guardado durante años. El guion evita juzgar; simplemente presenta las consecuencias de las decisiones pasadas y cómo estas afectan al presente. La tensión se genera sutilmente, a través de pequeños detalles y de la creciente sospecha entre los personajes.
Las interpretaciones son excepcionales. Sandrine Bonnaire como Marie, la matriarca, ofrece una actuación matizada y conmovedora. Su mirada, a menudo llena de tristeza y arrepentimiento, habla más que cualquier palabra. Jean-Paul Roumier, como Claude, es igualmente brillante, transmitiendo la dignidad de un hombre que ha vivido una vida llena de experiencias, tanto positivas como negativas. Pero el verdadero corazón de la película reside en las actuaciones de los cuatro hijos y sus respectivos esposas. Cada uno de ellos aporta una personalidad única a la narrativa, con interpretaciones particularmente notables de Anouk Boulanger, Jérémie Renier y Valeria Bruni-Tedeschi. Las actuaciones son realistas, honestas y llenas de vulnerabilidad, lo que contribuye enormemente a la credibilidad emocional de la historia.
La cinematografía de Frédéric Tinturier es hermosa y discreta. No hay efectos visuales ostentosos, pero la cámara captura la belleza del paisaje de la región del Valle del Loire y la atmósfera acogedora de la casa familiar. El uso de la luz y la sombra crea una atmósfera melancólica y nostálgica, y la banda sonora, compuesta por Maxime Arlucre, complementa perfectamente el tono de la película. La película no se apresura a dar respuestas; al contrario, nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del amor, la familia y el paso del tiempo. Es una película que te queda en la mente mucho después de que terminan los créditos.
Nota: 8/10