“Dos viejos gruñones” (Two Old Men) no es una comedia de carrerilla, ni una simple broma vieja y olvidada. Es, en esencia, una observación agridulce sobre la amistad, la vejez y la persistencia de las disputas, incluso cuando ya no tienen un propósito claro. La película, dirigida por Taylor Hackford, nos sumerge en el mundo cotidiano de Earl y Frank, dos hombres de 70 años que comparten una residencia de ancianos y que han pasado los últimos cinco decenios desarrollando una relación basada en el rencor y el sarcasmo. No se trata de un amor fraternal, sino de una forma extraña y perturbadora de companionship, un ritual de hostilidad que les proporciona un sentido de propósito en sus últimos años.
La dirección de Hackford es cautivadora en su simplicidad. Evita los clichés de la comedia sobre ancianos, privilegiando la naturalidad de las interacciones entre los protagonistas. No hay momentos grandilocuentes ni diálogos forzados, sino una honestidad brutal en la forma en que Earl y Frank se insultan, se burlan y se provocan mutuamente. La cámara es discreta, observando la escena con una paciencia admirable, permitiendo que la tensión, la frustración y, sorprendentemente, el afecto se desarrollen de manera orgánica. La banda sonora, casi imperceptible, acentúa la atmósfera de melancolía y, a la vez, de resistencia.
Las actuaciones de Jack Nicholson y Albert Finney son, con diferencia, el corazón de la película. Nicholson, con su característica mirada cínica y su humor mordaz, personifica a Earl a la perfección: un hombre amargado, irritable y con una lengua afilada como un cuchillo. Finney, por su parte, aporta una profundidad inesperada a Frank, un personaje aparentemente tranquilo y reservado que esconde una furia contenida. Su dinámica es electrizante, un juego constante de miradas, bromas y contra-bromas. La química entre los dos actores es innegable, generando momentos de hilaridad y de genuina emoción.
El guion, coescrito por Hackford y William Gibson, se centra en la evolución de su relación cuando se cruzan caminos con la atractiva viuda Ruth. La presencia de Ruth no solo sirve como catalizador para el conflicto, sino que también nos obliga a cuestionar las razones subyacentes a su rencor. La película no da respuestas fáciles, sino que sugiere que el odio, a veces, es un refugio, una forma de aferrarse a un pasado que ya no puede ser cambiado. La película, en definitiva, no busca consolar, sino que nos confronta con la inevitabilidad del envejecimiento y con la complejidad de las relaciones humanas, incluso aquellas más extrañas.
Nota: 8.5/10