“El chip asesino” no es un thriller tecnológico de alto concepto que promete revolucionar el género, sino, sin embargo, una experiencia visceral y perturbadora que, a pesar de sus limitaciones, consigue una tensión sostenida y un terror psicológico inquietante. La película, dirigida por David Hackins, se adentra en un territorio sombrío y, en cierta medida, olvidado: el miedo a la tecnología deshumanizada, la fragilidad de la identidad y la amenaza latente que reside en nuestras propias creaciones. Hackins, conocido por su estilo de dirección particular, apuesta por un tono claustrofóbico, una paleta de colores apagados y una atmósfera opresiva que se filtra en cada plano.
El guion, coescrito por Hackins y Alea Hardy, se centra en la historia de Detective Kern Goodman (Shea Whigham), quien se enfrenta a un asesino en serie que, de forma increíblemente macabra, ha logrado transferir su alma a una computadora municipal. La trama, aunque previsible en algunos de sus elementos, se sirve de la peculiaridad de este concepto para explorar las consecuencias de la omnipresencia de la tecnología en nuestras vidas. No se trata de un argumento complejo ni de una reflexión filosófica profunda, sino más bien de una herramienta narrativa para generar un sentimiento constante de amenaza y desasosiego. La película no intenta justificar o explicar las acciones del asesino digital, sino que se centra en la reacción de Goodman y en el creciente pánico de la comunidad de Cleveland. La tensión se construye sutilmente, a través de pequeños detalles, de los encuentros casuales con víctimas en apuros y de la insinuación constante de que la computadora está siempre observando, siempre aprendiendo.
Shea Whigham ofrece una actuación notable, transmitiendo la creciente desesperación y el temor de Goodman de manera convincente. Su personaje evoluciona a lo largo de la película, desde un detective pragmático hasta un hombre consumido por el miedo y la paranoia. El resto del elenco cumple con su cometido, aunque las actuaciones son generalmente más contenidas. La fotografía, firmada por Bobby Barrett, es especialmente destacable. La iluminación juega un papel crucial para generar la atmósfera inquietante, con sombras alargadas y contrastes abruptos que contribuyen a la sensación de incomodidad. La banda sonora, minimalista y perturbadora, complementa a la perfección la imagen y el tono de la película. Hackins consigue manipular la percepción del espectador, utilizando tomas largas y contemplativas que, a veces, se sienten innecesariamente prolongadas, pero que, en el fondo, intensifican la sensación de estar siendo observado.
A pesar de su calidad técnica y su atmósfera opresiva, “El chip asesino” no es una película perfecta. La trama se siente a veces un poco desordenada y la resolución, aunque satisfactoria, podría haber sido más elaborada. Sin embargo, la película logra provocar una respuesta emocional fuerte y dejar una impresión duradera. Es una experiencia cinematográfica que se queda en la memoria, alimentando la inquietud y el debate sobre el futuro de la tecnología y su potencial impacto en la condición humana. Se trata de una película que, más que entretener, busca perturbar y provocar reflexiones.
Nota: 7/10
