El delator (1935)

“El delator” (The Informer) es una película que, a pesar de su aparente simplicidad y la sombra alargada de la obra original de John Ford, se mantiene como una pieza inquietante y memorable de la cinematografía irlandesa. Dirigida con precisión por Martin Donovan, la película encapsula la brutalidad del conflicto irlandés durante la transición hacia la independencia, mostrando la deshumanización que la guerra y la traición pueden causar incluso entre amigos. El corto plazo en el que se rodó (apenas tres semanas) se nota en algunos aspectos, pero Donovan logra un ambiente densamente claustrofóbico y opresivo que te envuelve desde el principio.

La película se centra en Gypo Nolan (Peter O’Toole), un personaje profundamente problemático y moralmente ambiguo. O’Toole ofrece una actuación magistral, transmitiendo la desesperación, la ambición desmedida y la falta de escrúpulos de Gypo de una manera convincente y absolutamente perturbadora. Su interpretación no es una glorificación del personaje, sino más bien un retrato honesto de un hombre que se desintegra a sí mismo ante las circunstancias. La química entre O’Toole y la también brillante Glyndolyn Cooper como Katie es palpable, alimentando la tragedia que se avecina. Cooper, con su mirada serena y melancólica, complementa a la perfección la desesperación de Gypo, ofreciendo un contrapunto sutil pero poderoso.

El guion, adaptado de la novela homónima de Sheridan Le Fanu, es deliberadamente sobrio y evita las grandilocuencias propias de las películas de época. La narrativa se basa en la tensión psicológica, construida a través de diálogos concisos y una atmósfera de creciente paranoia. Se centra en el proceso de Gypo al tomar la decisión de delatar a Frankie McPhillip (Robert G. Davies), no en la acción bélica o en las estrategias políticas. Este enfoque introspectivo es, en mi opinión, la fortaleza principal de la película. Donovan evita las soluciones fáciles y las finales moralistas, dejando al espectador con una sensación de amargura y la duda de si realmente hay una "buena" y una "mala" opción en esa situación.

La fotografía de Robert Byrne es especialmente destacable. La paleta de colores grises y ocres, con toques de amarillo apagado que evoquen la luz del atardecer en Dublín, crea una sensación constante de melancolía y desasosiego. Los planos cerrados, el uso efectivo de la luz y la sombra, y la atención al detalle en la ambientación contribuyen a que la película se sienta como un documento fotográfico de la época. La dirección de arte, por otro lado, es impecable, recreando con fidelidad el ambiente turbulento y decadente de Dublín en 1922. La película no es un melodrama fácil, pero su crudeza y honestidad la hacen tremendamente efectiva.

Nota: 8/10