El ídolo de Nueva York (1937)

“El Ídolo de Nueva York” es, en su esencia, una comedia negra con un trasfondo histórico palpable. Dirigida con maestría por Delbert Mann, la película, estrenada en 1947, no se conforma con ser un simple entretenimiento; ofrece una reflexión sobre la ambición desmedida, la corrupción y la moralidad en tiempos de cambio. Mann logra un equilibrio notable entre el tono ligero y la crudeza de la situación, creando una atmósfera que es a la vez divertida y inquietante.

La película se centra en la evolución de Jim Fisk (Edward Arnold) y su socio Nick Bellweather (Cary Grant), dos contrabandistas que aprovechan la Guerra Civil para escalar posiciones en la férrea economía de Nueva York. Arnold entrega una actuación memorable, capturando la excentricidad y la astucia de Fisk con un perfecto equilibrio entre la arrogancia y la vulnerabilidad. Grant, por su parte, brilla como el leal y, en ocasiones, el más sensato de los dos. Su química en pantalla es innegable, dotando a la relación entre Fisk y Bellweather de una tensión constante que es fundamental para el desarrollo de la trama.

El guion, adaptado de la obra teatral de Adele Eckman, es, quizás, el punto fuerte de la película. Se evita caer en estereotipos y presenta personajes complejos con motivaciones comprensibles, incluso si sus acciones son moralmente cuestionables. La construcción del mundo de la Bolsa es detallada y precisa, reflejando el ambiente de incertidumbre y especulación de la época. La trama, aunque sencilla en su planteamiento, explora temas como la codicia, el poder y la corrupción política con una sutileza que invita a la reflexión. La escena final, con el arresto de Fisk, es particularmente impactante, culminando la trayectoria del personaje y ofreciendo un desenlace amargo pero logico.

La película no es una obra maestra del cine clásico, ciertamente, pero sí una producción notable que, a pesar de su época, mantiene su vigencia. La dirección es impecable, las actuaciones son sólidas y el guion, si bien no revolucionario, es inteligente y bien construido. El uso de la música, con melodías nostálgicas que evocan la atmósfera de la época, contribuye a la ambientación y refuerza la experiencia visual. “El Ídolo de Nueva York” merece ser vista no solo por su valor histórico, sino también por su capacidad para entretener y, al mismo tiempo, provocar una reflexión sobre la naturaleza humana. Es un retrato sucio y realista del ascenso y la caída en un contexto de efervescencia social.

Nota: 7.5/10