“El juego de los idiotas” (1966), dirigida por Luis García Berlanga, es una comedia negra magistral que, más de medio siglo después, sigue conservando su brillantez y su capacidad para incomodar. No se trata de una simple parodia del matrimonio y la adulación, sino de una disección cruel y despiadada de la hipocresía y la vacuidad de la alta sociedad española, un retrato implacable del poder, la corrupción y la futilidad de las apariencias.
La dirección de Berlanga es, como siempre, impecable. Observamos cómo crea una atmósfera de irrealidad y tensión, utilizando la fotografía en blanco y negro de José Abadía Laura para realzar la sensación de que estamos viendo una burda puesta en escena. La cámara se mueve con una libertad casi exasperante, capturando detalles que amplifican la desconcertante lógica del argumento. La dirección no solo visual es fundamental; Berlanga domina el ritmo, la tensión y el humor negro, aprovechando cada momento para crear una experiencia cinematográfica profundamente perturbadora.
La película se centra en Pierre Levasseur, interpretado de manera soberbia por Luísito Bermúdez. Bermúdez ofrece una actuación sutil pero absolutamente encarnada. Su Levasseur es un hombre obsesionado con mantener la imagen que quiere proyectar, dispuesto a escalar cualquier altura para proteger su estatus y su fortuna. Es un personaje repulsivo, sí, pero también fascinante, un ejemplo de la desesperación humana que puede llevar a la gente a la más completa autodestrucción. El resto del reparto, entre ellos, la inigualable, Carmen Sevilla como la encantadora y manipuladora Elena, contribuye a la atmósfera general de artificio y engaño.
El guion, adaptado de la obra teatral de Alfonso Sácara, es una obra maestra de la ironía. La premisa central –la invención de una mentira para evitar un divorcio– es tan absurda que, paradójicamente, revela las verdaderas miserias de los personajes. Berlanga utiliza el humor para exponer las desigualdades sociales y las fantasías que sustentan la vida de las élites. La situación de Elena, relegada a una especie de jaula dorada con Pignon, es particularmente conmovedora, no tanto por su desgracia, sino por la absoluta falta de empatía que despierta en Levasseur. El personaje de Pignon, interpretado por José Luis de Vilches, es un alivio cómico, pero también una víctima de la manipulación, un símbolo de la vulnerabilidad ante el poder.
En definitiva, “El juego de los idiotas” no es una película que te regala risas fáciles. Es una experiencia cinematográfica desafiante, incómoda, pero enormemente estimulante. Un retrato corrosivo y con una carga social que, si bien puede resultar desconcertante, es esencial para comprender la complejidad de la sociedad española de la época y, por extensión, la naturaleza humana en su afán por el poder y la apariencia. Una joya del cine español que merece ser vista y revisitada.
Nota: 9/10