El manto negro (1991)

“El Manto Negro” (Black Robe), la adaptación de Robert Wilson del relato homónimo de Sir Walter Scott, no es un drama de alta costura ni una épica de aventura con resplandores de grandeza. Es, en su lugar, una experiencia visceral y melancólica que se adentra en la frontera entre la civilización y lo salvaje, entre la fe impuesta y la espiritualidad genuina. La película, estrenada en 1991, permanece sorprendentemente actual en su exploración de la confrontación cultural y en su cuestionamiento de la moralidad religiosa.

La dirección de Wilson es meticulosa y, a veces, excesivamente estilizada. El uso de colores saturados y una paleta visual rica –un contraste gritón entre la blancura de las iglesias europeas y la tonalidad terrosa de la naturaleza canadiense– puede resultar intimidante para algunos espectadores. Sin embargo, este estilo visual, que recuerda a las pinturas barrocas, contribuye a la atmósfera densa y sombría que permea la película. Wilson no rehuye la brutalidad de la época, mostrando violentos enfrentamientos entre los grupos indígenas y las consecuencias humanas de la colonización.

La película se sostiene en gran medida gracias a las actuaciones. Admittedly, Sean Bean no es el tipo más carismático en el papel del padre Laforque. La representación de este jesuita, con su ferviente convicción y sus dilemas morales, es a veces plana y carente de profundidad emocional. No obstante, la interpretación de Kyle MacLachlan como el joven intérprete, ajuar, es magistral. Su personaje, a quien conocemos solo como "Ajuar", es un hombre lleno de contradicciones, atrapado entre el respeto a sus ancestros y la posibilidad de un futuro diferente. MacLachlan logra transmitir la ambigüedad de su personaje de manera convincente, dotándole de una humanidad que contrasta con la rigidez de Laforque.

El guion, adaptado de un relato considerablemente denso, opta por una estructura episódica que a veces diluye el impacto de la trama. El ritmo, deliberadamente pausado, permite un análisis detallado de la vida y las costumbres de los pueblos indígenas, pero también puede resultar lento para el espectador acostumbrado a narrativas más ágiles. La película, sin embargo, logra capturar la esencia del relato Scottiano: la idea de que la verdadera evangelización no se logra por la fuerza de la palabra, sino a través del entendimiento y el respeto mutuo. La reflexión sobre la naturaleza de la fe, la ambigüedad del poder y la fragilidad de la condición humana emerge como el núcleo temático de la obra. La película no ofrece respuestas fáciles; en cambio, plantea interrogantes que permanecen en la mente del espectador mucho después de que los créditos finales hayan comenzado a rodar.

Nota: 7/10