El padrastro 2 (1989)

“El Padrastro 2” no es una secuela en el sentido tradicional. No intenta retomar la trama del original, ni ofrecer una conclusión satisfactoria a la problemática que planteaba. Es, en cambio, un ejercicio metódico y visceral sobre la desesperación y la locura, un deleite perturbador para aquellos que disfrutan del suspense psicológico más crudo y detallado. La película, dirigida de nuevo por Michael Lehmann, se centra en el regresión de Victor Masingham (Edward Norton), el maníaco que ya conocemos, tras sufrir un atentado que lo dejó gravemente herido. Lo encontramos confinado en su habitación del hospital psiquiátrico, una celda claustrofóbica que refleja la prisión mental en la que vive. La película evita la espectacularidad gore que algunos podrían esperar, priorizando la atmósfera opresiva y la lenta erosión de la cordura de Masingham.

Norton, como siempre, ofrece una actuación magistral. Su Masingham es un ser profundamente perturbador, no por una apariencia física impactante, sino por la sutileza de su comportamiento. Se ve en él un descenso gradual y aterrador, una pérdida progresiva de control que se manifiesta en miradas inquietantes, gestos mínimos y una creciente desconfianza hacia el entorno. No es un villano que recurre a la violencia por puro placer; su locura se expresa en una necesidad paralizante de controlar, de proteger y, en última instancia, de aniquilar a aquellos que considera una amenaza para su mundo interior. La química entre Norton y la joven psiquiatra, interpretada por Lauren Ambrose, es fundamental para el desarrollo de la trama y la construcción de la tensión. Ambrose aporta una vulnerabilidad y una determinación que contrasta con la frialdad y la obsesión de Masingham, creando un diálogo silencioso y cargado de significado.

El guion, adaptado de la novela de Joseph McElroy, se centra en el análisis psicológico de Masingham y sus interacciones con el joven Dr. Thomas Perkins. Lehmann evita los clichés del thriller psicológico, explorando la naturaleza de la paranoia, la represión y el trauma. Las escenas son largas, deliberadas y carentes de diálogos vacíos. El ritmo es pausado, permitiendo que la tensión crezca de forma orgánica, alimentada por la inestabilidad mental de Masingham. La dirección de Lehmann es impecable, utilizando la iluminación y la composición de los planos para intensificar la sensación de encierro y la inquietud. La fotografía, con tonos apagados y ambientes sórdidos, contribuye a crear una atmósfera de pesadilla palpable. Si bien la historia se siente a veces un tanto extendida y la resolución quizás no sea lo suficientemente ambigua como para generar un debate real, la experiencia general es fascinante y memorable.

El film no ofrece respuestas fáciles ni satisfacciones narrativas convencionales. Es una película que te obliga a confrontar tus propios miedos, la fragilidad de la mente y la naturaleza destructiva de la obsesión. Es una obra que permanece en la memoria, por su atmósfera opresiva y su retrato perturbador de la locura.

Nota: 7.5/10