El príncipe de la ciudad (1981)

“El Príncipe de la Ciudad” es un thriller policial neo-noir que, a pesar de su premisa intrigante, termina siendo una experiencia algo frustrante. Dirigida con mano firme por Alexander Payne, la película se sumerge en la moralidad gris de la Nueva York de los años 90, ofreciendo un retrato de la ciudad que, aunque no revolucionario, posee una atmósfera palpable y un cierto magnetismo que, en ocasiones, compensa sus problemas estructurales.

Al centro de la historia se encuentra Daniel Ciello, interpretado con una convicción inquietante por Robert De Niro. De Niro, veterano consumado, ofrece una actuación que se centra en la introspección del personaje, en su lucha interna entre la necesidad de redención personal y la lealtad a sus compañeros. La dirección de Payne se apoya en la presencia de De Niro para construir un personaje complejo, con una mirada cansada que denuncia la corrupción sistémica. Su interpretación no se basa en explosiones de emoción, sino en una sutil palpabilidad, en la que el peso de las decisiones que ha tomado se filtra a través de cada gesto y mirada. La química entre De Niro y Jeremy Renner, que interpreta al joven agente con quien forma equipo, es interesante y se convierte en uno de los puntos fuertes de la película.

El guion, coescrito por Payne y Scott Alexander, se complica considerablemente en su segunda mitad. La trama, inicialmente prometedora, se complica con demasiados personajes secundarios y subtramas que, a pesar de ser relevantes para el desarrollo de la corrupción, terminan diluyendo el enfoque principal. La historia se convierte en un laberinto de alianzas y traiciones, lo que, sin duda, refleja la naturaleza retorcida del mundo que retrata, pero también dificulta la conexión emocional del espectador con la narrativa. Hay momentos de brillantez en el diálogo, especialmente en las conversaciones entre Ciello y su nuevo compañero, que introducen reflexiones sobre la justicia, la moral y la naturaleza del poder. Sin embargo, estos momentos de lucidez se pierden en un torbellino de información y personajes secundarios poco desarrollados.

A pesar de sus fallos, la película goza de una sólida fotografía, con escenas nocturnas de Nueva York que son, sencillamente, espectaculares. Las luces y sombras se combinan para crear un ambiente opresivo y sombrío, perfecto para el tono general de la película. La banda sonora, compuesta por Adrian Hyatt, es igualmente efectiva, utilizando música electrónica y grunge para intensificar la sensación de desasosiego y paranoia. El vestuario y el diseño de producción son impecables, contribuyendo a la inmersión en la Nueva York de la época. Sin embargo, es el ritmo, a menudo irregular, el que finalmente perjudica la experiencia.

Nota: 6/10