El rey Arturo (2004)

“El Rey Arturo” (1995), dirigida por John Boorman, no es la relectura clásica de la leyenda artúrica que uno podría esperar, sino una inmersión audaz y, en ocasiones, perturbadora en las sombras de la historia. Boorman no ofrece un romance floreciente ni una batalla épica con efectos especiales deslumbrantes. En su lugar, nos entrega una película meditativa y visualmente impactante que explora la complejidad moral de un liderazgo y la fragilidad de la esperanza en un mundo al borde del colapso. La película, en esencia, abandona la narración lineal y convencional para un estilo más fragmentado y simbólico, un movimiento que, si bien es arriesgado, recompensa al espectador que se entrega al ritmo pausado de la historia.

La dirección de Boorman es, sin duda, el punto más fuerte de la película. Su enfoque en la atmósfera y la textura visual es exquisito. Utiliza la fotografía en tonos apagados y la cinematografía oscura para reflejar la desesperación de la época y la incertidumbre del futuro. La película está repleta de imágenes sugerentes y simbolistas, como las visiones de Merlín, que no son explicativas sino más bien interpretaciones de la realidad y la intuición. El uso de la niebla y la lluvia no es solo un recurso estético, sino que crea una sensación palpable de peligro inminente y de un mundo atrapado en una tormenta imprevista. El diseño de producción es también notable, evocando la pobreza y el abandono de la Bretaña post-romana con una economía de medios que, paradójicamente, resulta más potente que cualquier despliegue tecnológico.

Las actuaciones son sólidas, aunque no excepcionales. Sean Connery, como Arturo, aporta una dureza y una amargura al personaje que contrastan con la imagen heroica tradicional. No es un rey perfecto, sino un hombre atormentado por su pasado y consciente de la inminente amenaza que se cierne sobre su reino. Nicol Williamson, como Merlín, ofrece una interpretación enigmática y a menudo inquietante, y Patrice O'Neal, como Lancelot, trae una profunda melancolía y una innegable vulnerabilidad al rol. La dinámica entre Arturo y Lancelot, en particular, es compleja y llena de tensiones contenidas, contribuyendo a la atmósfera de conflicto interno que impregna toda la película.

El guion, adaptado de la obra teatral "Tristán e Isolda" de Sir Thomas Malory, es, sin duda, el aspecto más problemático de la película. Si bien se adhiere a algunos elementos clave de la leyenda, se aleja significativamente de la trama central, concentrándose en los dilemas morales de Arturo y en el temor a la invasión sajona. El ritmo es deliberadamente lento y la película se pierde en digresiones que, aunque interesantes en su propio contexto, a veces ralentizan el desarrollo de la historia. La tensión no se construye de la manera esperada, y la invasión sajona, en lugar de ser un evento climático, se presenta como una amenaza persistente y sutil. A pesar de ello, la película plantea preguntas relevantes sobre la responsabilidad del líder y la naturaleza del coraje.

En definitiva, “El Rey Arturo” es una película compleja y desafiante que no se adapta fácilmente a la comprensión superficial. No es un espectáculo cinematográfico de alto octanaje, sino una reflexión introspectiva sobre el liderazgo, la moral y el destino. Si bien su ritmo pausado y su enfoque simbólico pueden no ser del gusto de todos, aquellos que se aventuren a dejarse llevar por su atmósfera y su mensaje, descubrirán una obra de arte cinematográfica con una profunda resonancia.

Nota: 7/10