El rey de la colina (1993)

“El rey de la colina” (1975) no es una película fácil de ver, y menos aún de olvidar. La adaptación de las memorias de Robert Hotchner sobre el niño Aaron Swartz, un chico inmensamente inteligente y perturbador, está ricamente filmada y sirve como un potente y conmovedor examen sobre la pérdida de la inocencia y la fragilidad del espíritu humano frente a la devastación económica y familiar. La película no busca entretener con un melodrama convencional; en cambio, ofrece una inmersión profunda y visceral en la experiencia de un niño que, presa de la soledad y la incertidumbre, intenta aferrarse a la lógica y la comprensión en un mundo que se desmorona a su alrededor.

La dirección de Milos Forman es absolutamente magistral. Forman, con su habitual cautela y sensibilidad, logra transmitir la confusión y el creciente desasosiego de Aaron. Su manejo de la cámara, a menudo lento y deliberado, permite que el espectador sienta la atmósfera opresiva y claustrofóbica de las habitaciones de motel, reflejando el estado mental del protagonista. El uso de la luz y la sombra es particularmente efectivo, subrayando la oscuridad que se cierne sobre la familia Swartz y el aislamiento de Aaron. Forman evita el sentimentalismo fácil, optando por mostrar la realidad brutal y silenciosa de la experiencia infantil. No hay gestos grandilocuentes ni melodramáticas; simplemente, la cámara acompaña a Aaron en su proceso de aprendizaje, un aprendizaje doloroso pero esencial.

El núcleo de la película reside en la actuación de Matt Dillon como Aaron. Dillon, en una de sus primeras grandes actuaciones, es absolutamente convincente como el niño que se niega a aceptar la incomprensibilidad del mundo adulto. Su mirada, llena de inteligencia y una inquietante mezcla de curiosidad y angustia, es la clave de la película. Dillon no solo interpreta a un niño; interpreta a un ser humano luchando por encontrar un significado en un caos aparentemente incomprensible. El resto del reparto, encabezado por Jason Robards como el padre y Judy Henderson como la madre, cumplen su función con maestría, ofreciendo interpretaciones realistas y matizadas. Robards, en particular, transmite la desesperación y la impotencia de un hombre que no puede proteger a su hijo de la adversidad, sin caer en la exageración.

El guion, adaptado de las memorias de Hotchner, es notablemente austero y preciso. La película se centra en la observación minuciosa del niño, evitando juicios morales y ofreciendo al espectador la oportunidad de reflexionar sobre la naturaleza de la pérdida y la resiliencia. La película, aunque ambientada en la Gran Depresión, funciona como una metáfora universal sobre la soledad, la fragilidad familiar y la búsqueda de significado en tiempos de crisis. Es una película que te persigue mucho después de que terminan los créditos, obligándote a cuestionar tu propia percepción de la realidad y la importancia de las conexiones humanas. “El rey de la colina” no es solo una película; es una experiencia.

Nota: 8.5/10