“El último samurái” (Last Samurai, 2003) no es solo una película de acción, ni tampoco un cliché hollywoodiano sobre el honor y la tradición. Es, en realidad, una meditación melancólica sobre la pérdida de identidad, la obsolescencia y la inevitable marcha del tiempo. Akira Kurosawa, aunque presente principalmente como productor ejecutivo, imprime a la película un sello distintivo que la diferencia de sus contemporáneas del género. La película, dirigida por Edward Zwick, se construye alrededor de la figura de Nathan Algren, interpretado con una sutil pero impactante elegancia por Tom Cruise. Cruise, con su habitual carisma, ofrece un retrato de un hombre consumido por el remordimiento y la desilusión, un militar al que la guerra le quitó el alma y que se ve forzado a confrontar un mundo que no le pertenece.
La narrativa se despliega en el Japón de 1877, durante la Restauración Meiji, un momento de agitación social y política. Algren, un antiguo oficial de la Guerra Civil Americana, es contratado por la Compañía Británica de las Indias Orientales para entrenar a los samuráis de un clan que se resiste a la modernización. La dirección de Zwick es competente, empleando una fotografía deslumbrante que captura la belleza salvaje del paisaje japonés y la crudeza de las batallas. La película no se limita a la recreación histórica; la coreografía de las luchas, meticulosamente coreografiada por Kenji Taniguchi, es un torbellino de acción que evoca el espíritu guerrero japonés sin caer en la vulgaridad. Lo que realmente destaca, sin embargo, es la atmósfera. Zwick crea un ambiente de creciente tristeza y fatalismo, donde el protagonista sabe, con una certeza aterradora, que está luchando una batalla perdida.
Las actuaciones son sólidas en su conjunto, aunque Hiroyuki Sanada como el samurái Katsumoto es, sin duda, el punto culminante. Su interpretación es magnética, dotando al personaje de una profunda dignidad y un aura de melancolía. Sanada, con su presencia imponente y su sutil sutileza, transmite el peso de la tradición y la desesperación de un pueblo que ve su forma de vida desvanecerse. El guion, adaptado de la novela de Jack Conrad, no es complejo, pero funciona bien. Se centra en el contraste entre el código de honor del samurái y la mentalidad pragmática y despiadada del occidentalismo. La película, aunque, a veces, tiende a la grandilocuencia, logra evocar un sentimiento de pérdida y el impacto devastador del progreso sobre las culturas ancestrales. No es una película que ofrezca soluciones fáciles o finales felices; es, en esencia, una elegía.
La película, a pesar de algunos excesos estilísticos, es un ejercicio de maestría en la recreación de un mundo y en la exploración de temas universales como la identidad, la lealtad y la pérdida. Es una obra conmovedora que, con la presencia sutil pero significativa de Kurosawa, trasciende el género western para convertirse en una reflexión sobre la fragilidad de la historia y el legado del pasado.
Nota: 7/10