“El último tren” es una película que, a pesar de su premisa inicial sorprendentemente accesible, se revela como una pieza cinematográfica de gran resonancia emocional y un ejercicio de fotografía y dirección notablemente evocador. La historia, que plantea el dilema moral de la preservación del patrimonio frente a la modernidad y la posibilidad de generar esperanza en comunidades olvidadas, se desarrolla con una calma y una contemplación que, en un cine saturado de acción, resulta refrescante y necesaria.
La dirección de José Luís García Espinosa es, sin duda, uno de los pilares de la película. El ritmo pausado, la elección de planos largos y la atención al detalle crean una atmósfera de melancolía y resignación que se filtra en la percepción del espectador. García Espinosa no se precipita en la trama, sino que permite que la historia se desarrolle de forma orgánica, otorgando importancia a la belleza del paisaje uruguayo y a las vidas de los personajes. La fotografía de Fernando Pullari, a su vez, es absolutamente deslumbrante. Captura la inmensidad del paisaje, la ruina de las vías abandonadas y la belleza austera de las comunidades rurales, aportando una dimensión visual que eleva la experiencia cinematográfica. La película se siente como un poema visual, donde cada fotograma es una obra de arte por sí mismo.
Las actuaciones son, en general, sólidas. Martín Piñeiro, como el líder de los secuestradores, ofrece una interpretación matizada, mostrando tanto la convicción ideológica de su personaje como la carga emocional que su lucha implica. Su conflicto interno – la responsabilidad que asume por el impacto de sus actos – es uno de los motores centrales de la película. Sin embargo, la verdadera joya del reparto es Pablo Vecindé, quien interpreta al niño, el único que realmente parece desconectado del drama y, a su vez, el que genera un impacto más profundo en el espectador. La inocencia y la vulnerabilidad del niño sirven como un espejo para reflexionar sobre la propia humanidad. El resto de actores cumplen su cometido con naturalidad, sin caer en estereotipos.
El guion, aunque a primera vista simple, se presta a múltiples interpretaciones. La película no ofrece respuestas fáciles, sino que plantea preguntas sobre la identidad, la memoria y el valor del patrimonio. Se enfoca en la conexión entre el pasado y el presente, en la necesidad de recordar y de valorar lo que se ha perdido. La representación de las comunidades aisladas es particularmente conmovedora, mostrando la desolación y la desesperanza que suponen la falta de un medio de transporte. El acto de secuestrar la locomotora no es un gesto de violencia, sino una forma de revivir la esperanza y de reclamar su derecho a la conexión con el mundo exterior. La película, con sus matices y su sutil crítica a la indiferencia, logra trascender el género de aventura y se convierte en una reflexión sobre la condición humana.
A pesar de su lentitud y de su atmósfera melancólica, "El último tren" es una película que exige la atención del espectador, que recompensa la paciencia y que deja una impresión duradera. No es un espectáculo visual grandilocuente, sino una experiencia íntima y personal que nos invita a cuestionar nuestra relación con el pasado y con el futuro.
Nota: 8/10