El vendedor de tabaco (2018)

“El Vendedor de Tabaco” (Tabakfändler) no es una película que se olvida fácilmente. Es una película meditativa, casi obsesiva, que se aferra a los rincones grises de la vida cotidiana en el Viena de 1937, justo en el umbral de un destino ominoso. La película, dirigida con maestría por Michael Haneke, se centra en la silenciosa transformación de Franz Huchel, interpretado con una sutil belleza por Burghart Huber, un hombre ordinario, casi invisible, que se ve arrastrado por las circunstancias. Haneke evita la grandilocuencia, optando por una aproximación documental, un realismo crudo que golpea con fuerza, generando una atmósfera de inquietud constante. Esta elección visual, combinada con la banda sonora minimalista y a veces perturbadora, es, a mi juicio, el pilar fundamental de la película.

La relación entre Franz y Otto Trsnjek, el viejo soldado y veterano de guerra deformado, es el núcleo de la película. Huber ofrece una actuación magistral, transmitiendo una vulnerabilidad palpable, una sensación de estar al borde del colapso sin recurrir a grandilocuencias dramáticas. La interacción entre ambos es esencialmente silenciosa, repleta de miradas, gestos y momentos de intensa conexión que hablan más que las palabras. La película no explica ni justifica la relación entre estos dos personajes; simplemente la presenta, permitiendo al espectador interpretar los matices de su vínculo. La película, por otro lado, utiliza la presencia de Sigmund Freud como cliente habitual de Trsnjek como un elemento de contraste. La figura de Freud, interpretada con la frialdad y la lógica implacable de Ulrich Matthes, representa el orden intelectual y el análisis, mientras que la vida cotidiana de Franz y Otto se presenta como un caos emocional incontrolable. El contraste es deliberado y efectivo, enfatizando la incomprensibilidad del destino.

El guion, escrito por Haneke y Jean-Michel Chartier, es una obra maestra de sutileza. Evita cualquier tipo de artificio, concentrándose en la descripción precisa de la vida de sus personajes. No hay diálogos superfluos ni explicaciones forzadas. La película se revela a través de la observación meticulosa de los detalles: el olor del tabaco, el ruido de la ciudad, la apariencia física de los personajes. La dirección de fotografía, de Ute Bruckner, es impresionante, utilizando la luz y la sombra para crear una atmósfera sombría y opresiva. Las escenas, largas y contemplativas, se construyen con un ritmo pausado que permite al espectador absorber cada detalle, cada gesto, cada mirada. Es una película que requiere paciencia y atención, pero la recompensa es una experiencia cinematográfica profundamente impactante.

La película no ofrece respuestas fáciles ni conclusiones definitivas. En cambio, nos deja con una sensación de inquietud, de incertidumbre, de la fragilidad de la vida y la inevitabilidad del destino. Es una película que te persigue mucho después de que los créditos finales hayan terminado de rodar. "El Vendedor de Tabaco" es unánimemente una de las mejores películas de Haneke, una joya que merece ser vista y revisada.

Nota: 9/10