Érase una vez en Anatolia (2011)

“Érase una vez en Anatolia” no es una película que te engancha desde la primera escena. Es una película que se te instala, lentamente, como una tarde de verano en una tierra árida, donde el tiempo se diluye y la conversación se convierte en la principal forma de vida. Cogonza, el director, logra construir una atmósfera densa, casi claustrofóbica, basada en la repetición, la espera y el silencio intermitente. No se trata de una acción trepidante, sino de una exploración sutil y melancólica de la desesperación, la comunidad y la búsqueda de la verdad en un entorno rural turco, desolador y profundamente arraigado a las tradiciones.

La dirección de Cogonza es magistral. Su uso de la cámara, a menudo fija y contemplativa, nos sumerge por completo en el paisaje y en las vidas de sus personajes. El plano secuencia, omnipresente y excepcionalmente bien ejecutado, crea una sensación de circularidad, de viaje sin un destino claro. No se busca la espectacularidad visual, sino la representación cruda y auténtica de la rutina diaria. La elección de los colores, apagados y terrosos, contribuye a la sensación de aridez y monotonía. Sin embargo, a veces, esa insistencia en la técnica puede sentirse ligeramente pedante, como si el director quisiera demostrar su maestría técnica por encima de la historia que cuenta.

El elenco es excelente. Nuri Bilge Ayhan como Musa, el taxidermista, es un personaje profundamente complejo y conmovedor. Su melancolía, su aislamiento y su lucha interna se transmiten a través de miradas y gestos silenciosos. El resto del elenco – el comisario, el chofer, el joven que busca a su hermana – lo acompañan con una naturalidad y una autenticidad que elevan la película. No hay interpretaciones grandilocuentes, sino una entrega honesta y sutil que se centra en la vida cotidiana y en las pequeñas interacciones que revelan la verdad sobre sus personajes.

El guion, escrito por Cogonza y Ayhan, es donde reside la mayor fuerza de la película. La trama, aparentemente sencilla – la búsqueda de una hermana desaparecida – sirve como pretexto para explorar la dinámica de la comunidad, los secretos y las tensiones subyacentes. La conversación, a menudo inconexa, es crucial para la construcción del personaje y la atmósfera. No hay diálogos fáciles ni explicaciones claras. Las palabras se acumulan, se repiten, se entrecruzan, generando una sensación de incomodidad y de ambigüedad. Es una película que requiere paciencia y una disposición a dejarse llevar por el ritmo lento y contemplativo. El final, deliberadamente abierto, invita a la reflexión y a la interpretación. La ausencia de resolución no es una debilidad, sino una característica esencial de la película, que refleja la complejidad de la vida y la imposibilidad de alcanzar una verdad absoluta.

Nota: 8/10