“Final Portrait: El arte de la amistad” es una obra cinematográfica delicada y profundamente conmovedora, una meditación sobre la soledad, el arte y la inesperada belleza de la amistad. Jean-Luc Godard, en su última película significativa, no busca grandilocuencias ni diálogos brillantes, sino un registro íntimo y evocador de la relación entre el escultor suizo Alberto Giacometti y su amigo, el escritor estadounidense James Lord. La película, que se desarrolla en la París de 1964, es un ejercicio magistral de sugerencia visual y auditiva, donde la simplicidad aparente esconde una complejidad emocional considerable.
La dirección de Godard es, como siempre, singular. Con una planificación meticulosa y un ritmo pausado, recrea un ambiente de quietud y contemplación. Godard evita la narración tradicional y se centra en los pequeños detalles: la luz que entra por la ventana, las sombras en la habitación, el sonido de las conversaciones entre Giacometti y Lord. La filmación es, en general, sombría y monocromática, reflejando la melancolía subyacente de la historia. Sin embargo, la paleta se ilumina ocasionalmente con toques de color, especialmente durante las sesiones de fotografía, cuando la luz se desborda sobre los cuerpos de Lord, convirtiéndose en un espectáculo casi ritualístico. Lo más efectivo, sin embargo, es la insistencia en la inmensidad del espacio y la sensación constante de aislamiento de Giacometti.
La actuación de Pierre Rantoul como Giacometti es absolutamente brillante. Rantoul transmite con una sutileza exquisita la frustración, la duda y la profunda introspección del artista. Su Giacometti es un hombre atormentado por su oficio, por su propio cuerpo, y por el peso del mundo. La lentitud de sus movimientos, la mirada perdida, son indicadores de un proceso creativo en constante cuestionamiento. James Lord, interpretado por Stéphane Delorme, ofrece una presencia gentil y observadora, actuando como un testigo silencioso de la lucha interna del escultor. La química entre ambos actores es palpable, construyendo una relación basada en el respeto mutuo y una comprensión tácita. No se trata de un romance, sino de una conexión profunda y duradera, en la que la amistad se convierte en un refugio frente al vacío existencial.
El guion, escrito por Godard y Michel Godard, es, por decir lo menos, deliberadamente escueto. La trama es prácticamente inexistente. El núcleo de la película reside en las conversaciones casuales entre Giacometti y Lord, en los momentos de silencio, en las observaciones del artista sobre su oficio y sobre su propio cuerpo. La ambigüedad es fundamental. Godard no ofrece explicaciones fáciles ni conclusiones definitivas. La película invita al espectador a reflexionar sobre la naturaleza del arte, la amistad, la soledad y la búsqueda de significado en un mundo aparentemente absurdo. La película es un juego de espejos, donde la relación entre el artista y su modelo se convierte en una metáfora de la relación entre el creador y su obra. No es una película para todos, es indudablemente un territorio de cine de autor exigente, pero, en última instancia, una experiencia profundamente gratificante y memorable.
Nota: 8/10