“Gauguin, viaje a Tahití” no es una biografía tradicional ni un biopic centrado exclusivamente en la vida del artista. Más bien, es una evocadora meditación sobre la búsqueda de la autenticidad, un descenso a la soledad y un retrato, aunque imperfecto, de un hombre en busca de su propia voz creativa. La película, dirigida con una sensibilidad palpable por Thomas Balmés, se adentra en la experiencia de Paul Gauguin en Tahití en 1891, pero lo hace sin sentimentalismos fáciles ni descargas melodramáticas. Se trata de observar el proceso, la angustia, la fascinación y el sacrificio de un hombre que rompe radicalmente con el mundo que conocía para forjar una nueva identidad.
La dirección de Balmés es magistral en su discreción. Se evita la recreación grandilocuente de un paisaje exótico, optando por una fotografía en blanco y negro que transmite la cruda realidad de la selva, el calor sofocante y la pobreza palpable. Esta elección estética refuerza la idea de que la verdadera experiencia de Gauguin reside en sus sentidos, en el olor de la vegetación, en el sonido de los animales y en la lucha constante contra el entorno hostil. La película se centra en los detalles: la dificultad para conseguir alimentos, las enfermedades que afligen a Gauguin y a su esposa, Tehura, la constante tensión entre la fascinación y el rechazo. La cámara, a menudo silenciosa y observadora, nos permite compartir la experiencia de aislamiento y anhelo del artista, sumergiéndonos en su interior.
La interpretación de Thomas Doret como Gauguin es excepcionalmente sutil. No se trata de un Gauguin grandioso, sino de un hombre vulnerable, atormentado por sus demonios internos y por la frustración de no poder expresar plenamente su visión artística. Su mirada transmite una mezcla de desesperación, esperanza y una ferviente necesidad de ser visto y comprendido. El personaje de Tehura, interpretado por Jéanor Ehani, es igualmente convincente. Se la presenta no como una musa pasiva, sino como una mujer fuerte, inteligente y con una propia identidad, que se convierte en la compañera y, en cierto modo, en el ancla de Gauguin en un lugar donde la civilización se desvanece. La relación entre ambos, a pesar de las tensiones inherentes a la diferencia cultural y la dinámica de poder, es compleja y genuina.
El guion, escrito por Balmés y Alexandre Castelar, se vale de una narrativa fragmentada y de un ritmo pausado. No hay diálogos grandiosos ni grandes revelaciones. La película se construye a partir de observaciones, de momentos de silencio, de pequeños gestos que revelan la personalidad de los personajes. Sin embargo, esta lentitud, a veces, puede resultar un tanto tediosa, especialmente en la primera mitad de la película. A pesar de ello, la película logra evocar la atmósfera opresiva de la selva y la profunda soledad de Gauguin, haciendo que el espectador se sienta partícipe de su viaje interior. El enfoque en la sensación de pérdida y anhelo, más que en la producción artística en sí misma, convierte a “Gauguin, viaje a Tahití” en una experiencia cinematográfica considerablemente intensa.
Nota: 7.5/10