“Gran tiburón blanco” (Jaws, 1975) no es solo un thriller cinematográfico; es una obra maestra de la tensión, un estudio sobre el miedo primordial y un referente indiscutible del género. Si bien la premisa – un pueblo costero amenazado por un tiburón asesino – podría parecer sencilla, la película logra construir un suspense palpable que se va intensificando gradualmente, manteniéndote al borde del asiento durante casi dos horas. La dirección magistral de Steven Spielberg, entonces un joven director, es lo que eleva a esta película por encima de la mera recreación de un terror marino. Su uso innovador de la cámara, especialmente en las primeras escenas con el barco "Orca", crea una atmósfera de inquietud y vulnerabilidad que anticipa de forma brillante la amenaza inminente.
Las actuaciones son sobresalientes, con Roy Schrimer entregando una interpretación visceral y creíble como el pescador Quint, un hombre obsesionado con la batalla contra el depredador. Robert Shaw, como el capitán Hooper, ofrece una representación icónica del hombre anciano, sabio y atormentado, cuya voz resonante y su profundo conocimiento del océano son cruciales para comprender la naturaleza del peligro. Richard Dreyfuss, en el papel del tiburón, es un personaje aterrador porque no es un monstruo caricaturesco, sino una fuerza natural, un depredador que simplemente está cumpliendo su instinto. No se le otorga un rostro individualizado, lo que contribuye a su aura de amenaza ineludible. La película, en este sentido, no se centra en la ‘fachada’ del monstruo, sino en la sensación de que algo terrible y poderoso se esconde bajo la superficie.
El guion, coescrito por Spielberg, Carl Bentley y Peter Benchley, se beneficia de una economía narrativa impecable. La película evita excesos de violencia gráfica, optando por la sugerencia y el ambiente para generar el pánico. La construcción del suspense se basa en la paciencia, en la creación de personajes entrañables que se enfrentan a una situación imposible. El diálogo es certero y realista, y las secuencias de acción, cuando se producen, son impactantes debido a su naturalidad y a la ausencia de efectos especiales exagerados. La película juega con la psicología de los personajes, mostrando cómo el miedo y la paranoia pueden distorsionar la realidad y llevar a decisiones precipitadas. La famosa escena de la playa, con el niño Quint en la arena, es un ejemplo perfecto de esta estrategia: el suspense se construye no a través de la acción, sino de la anticipación del inevitable ataque.
“Gran tiburón blanco” es, en definitiva, una película que trasciende su género. Es una reflexión sobre la relación entre el hombre y la naturaleza, sobre la fragilidad de la vida y sobre la capacidad humana para el miedo. Su impacto en la cultura popular es innegable, y su influencia se puede rastrear en innumerables películas y series de televisión. Es una joya cinematográfica que continúa cautivando a generaciones de espectadores. La tensión, las actuaciones y la dirección son, en conjunto, excepcionales.
Nota: 9/10