“Hasta que la noche acabe” es una película de los 70 que, sorprendentemente, sigue resonando con una fuerza inquietante. Más allá de su premisa aparentemente sencilla –un ejecutivo fracasado reducido a vender flores y que se encuentra con la seducción no deseada de su prima–, la película es un estudio sutil y perturbador de la decadencia, la ambición desmedida y el deseo como fuerza destructiva. La dirección de Robert Altman, conocido por su estilo episódico y su capacidad para capturar la atmósfera de un lugar, aquí se manifiesta con maestría, creando una sensación constante de desasosiego que te envuelve desde el principio.
Altman no opta por la grandilocuencia. La película se construye a partir de secuencias cortas, fragmentadas, que se suceden en una tienda de flores las 24 horas. Estas escenas, a menudo aparentemente inconexas, construyen un retrato complejo del personaje de George Dupler, interpretado con una actuación magistral de Elliott Gould. Gould no se limita a interpretar un hombre en crisis; construye una presencia palpable, una mezcla de arrogancia, desesperación y vulnerabilidad que te hace empatizar con su situación, aunque no apruebes sus acciones. Su rostro, a menudo lleno de una expresión casi de incredulidad, es un espejo de la alienación y el vacío que experimenta.
La película destaca por la ambigüedad moral que se despliega con lentitud. La relación entre George y Cheryl (Lynn Morrow) no es de amor, ni de odio, sino de una atracción magnética, casi simbiótica, que se basa en la necesidad mutua y en la admiración por la posición social de George. La actuación de Morrow es igualmente convincente, transmitiendo una mezcla de esperanza y resignación. No se trata de un romance convencional; es una danza peligrosa en la que ambos personajes se alimentan de la influencia del otro. Altman evita juzgar a sus personajes, dejando que el espectador decida si las acciones de George son justificables, o si simplemente es víctima de sus propias obsesiones.
El guion, coescrito por Altman y William Phillips, es notable por su prosa lírica y por su atención al detalle. Se presta especial atención a la banalidad de la vida cotidiana, a las conversaciones aparentemente insignificantes que conforman el día a día de la tienda. Estas pequeñas escenas, llenas de matices y de silencios incómodos, revelan la profunda desconexión que siente George de su propia vida. La música, compuesta por Elmer Bernstein, complementa a la perfección la atmósfera de inquietud y melancolía, contribuyendo a crear una experiencia cinematográfica envolvente y memorable. La película no busca ofrecer soluciones fáciles, sino explorar las complejidades de la naturaleza humana y los límites de la moralidad.
Nota: 8/10