“Jimmy P.” (1961), de Robert Hirsh, no es una película que se olvida fácilmente. Más que un thriller psicológico, es una meditación sobre la identidad, la memoria y la fragmentación del ser, un ejercicio de virtuosismo cinematográfico que aún hoy impacta por su atmósfera opresiva y su enfoque inusual. La película se centra en Jimmy Picard, un guerrero Blackfoot estadounidense que, al regresar de la Segunda Guerra Mundial, experimenta una serie de episodios extraños: lapsos de tiempo, ceguera repentina, pérdida de audición y la convicción de que está siendo observado y manipulado. La razón oficial es esquizofrenia, pero la película, a partir de las consultas a un etnólogo francés, Georges Devereux, comienza a explorar la posibilidad de que estos síntomas sean resultado de la confrontación con una realidad alterada, una realidad que Jimmy, como incomprendido por la sociedad, ha reconfigurado en su mente.
La dirección de Hirsh es, en esencia, una de las más innovadoras de su época. La película se construye casi exclusivamente en un espacio claustrofóbico: el hospital de Topeka. Las escenas son largas, deliberadamente lentas, y se basan en la observación y el silencio. La cámara, a menudo fija y con un encuadre restrictivo, nos sumerge en la mente de Jimmy, intensificando la sensación de confusión y aislamiento. La iluminación juega un papel fundamental, utilizando sombras y contrastes para reflejar la oscuridad interna de Jimmy y el entorno opresivo del hospital. Esta estrategia visual, lejos de ser estilística o pretenciosa, resulta profundamente efectiva para transmitir la desorientación del protagonista y el espectador. La película no busca sustos baratos; su terror reside en la incertidumbre y la sensación de que la realidad misma está siendo cuestionada.
La actuación de Robert Morse como Jimmy Picard es magnífica. Morse logra evocar con una serena intensidad la confusión, el miedo y la desesperación de su personaje. No se trata de una actuación grandilocuente o dramática, sino de una interpretación sutil y cuidadosamente calibrada que se centra en la expresión facial y el lenguaje corporal. La confianza que transmite, a pesar de su situación, es crucial para conectar con el espectador y comprender su creciente paranoia. La presencia de Georges Devereux, interpretada por André Devereux (no relacionado con el etnólogo real), aporta un contraste interesante, como un observador externo que intenta descifrar los misterios de la mente de Jimmy, aunque sin llegar a comprender plenamente su experiencia.
El guion, aunque sencillo en su planteamiento, es exquisito en su ejecución. La película se basa en la sugerencia y la insinuación, evitando explicaciones directas y dejando gran parte de la interpretación a cargo del espectador. La resolución, o mejor dicho, la ausencia de una resolución definitiva, es deliberada y provoca una reflexión profunda sobre la naturaleza de la realidad, la influencia de la cultura en la percepción individual y el impacto de la guerra en la psique humana. “Jimmy P.” no ofrece respuestas fáciles; se contenta con plantear preguntas inquietantes y dejar un sabor agridulce de incertidumbre. Es una experiencia cinematográfica que exige una atención plena y una disposición a dejarse llevar por la atmósfera opresiva y la incertidumbre de la trama.
Nota: 8/10