La decisión de Sophie (1982)

“La Decisión de Sophie” (1948) no es una película que te seduce al instante; más bien, te imanta lentamente, como la lenta y dolorosa reconstrucción de una vida rota. Dirigida por Elia Kazan, esta obra maestra del cine neorrealista estadounidense es un estudio profundo y conmovedor sobre la amistad, la memoria y el peso de la historia personal. No se trata de un drama explosivo, sino de un retrato sutil y elegante de los traumas que pueden arraigar en el alma humana, transmitido a través de la mirada de un joven escritor en busca de su voz.

La dirección de Kazan es impecable. Con un enfoque en los detalles cotidianos y en la fuerza de las interacciones silenciosas, construye una atmósfera cargada de tensión emocional. El uso de la luz y la sombra, la cámara que observa y que a veces se retira, contribuyen a crear un sentido de inquietud y anticipación. Kazan no busca resolver la historia, sino que la deja abierta a la interpretación del espectador, mostrando los personajes en sus momentos de vulnerabilidad y buscando capturar la esencia de sus conflictos internos. La película está llena de momentos visuales impactantes, como las tomas en el interior de la pensión, que evocan la opulencia y el aislamiento, o las escenas nocturnas que revelan la melancolía y la soledad de los personajes.

Las actuaciones son, sin lugar a dudas, el corazón de la película. Montgomery Clift, en su papel como Stingo, ofrece una interpretación magistral. Su personaje, un joven idealista y atormentado, evoluciona a lo largo de la trama, enfrentándose a sus propios miedos y limitaciones. Pero es Judy Davis, en el papel de Sophie, quien realmente destaca. Su interpretación es absolutamente inolvidable. Davis logra transmitir la profunda tristeza, el horror y la fragilidad de una mujer que ha sufrido una experiencia inimaginable, sin caer en clichés o en sentimentalismos fáciles. Su mirada, llena de dolor y esperanza, es capaz de comunicar más que miles de palabras. La química entre Clift y Davis es palpable y creíble, dando lugar a una de las amistades más conmovedoras que se han visto en la historia del cine. La presencia de Wallace Ford como Nathan Landau complementa la historia, aportando un matiz de locura y vulnerabilidad a este personaje intelectual.

El guion, adaptado de la novela homónima de Wilson Hughey, es de una inteligencia y sensibilidad asombrosas. No rehúye la complejidad de los personajes ni la dificultad de abordar temas tan delicados como el trauma y la culpa. Las conversaciones entre Stingo y Sophie, a menudo interrumpidas por silencios incómodos, revelan las profundidades de sus experiencias y sus intentos de comprenderse mutuamente. La película evita simplismos, mostrando la dificultad de superar el pasado y la importancia de la memoria. Se plantea la pregunta de si la verdad puede ser revelada, y cómo puede, o no, ser resuelta. La película deja la audiencia con una sensación de incertidumbre y una reflexión profunda sobre la condición humana.

Nota: 9/10