La obra y la gloria III: Tierra de conquista (Camino a la gloria III) (2006)

“La obra y la gloria III: Tierra de conquista” no es una secuela que impulse la nostalgia, ni tampoco un reinicio descarado. Es, en su lugar, una reflexión lenta y melancólica sobre la decadencia, la pérdida de ilusiones y el precio que cuesta la riqueza. Dirigida por la siempre imponente Robert Altman, la película se aleja considerablemente de la acción desenfrenada que caracterizó las entregas anteriores, apostando por un tono más intimista y psicológico, aunque quizás a costa de un ritmo pausado que no acoge a todos los espectadores.

El regreso de Joshua Steed a Missouri, tras años de éxito en Hollywood, se siente más como un reencuentro con una versión distorsionada de sí mismo. Altman, con su habitual maestría, construye un ambiente opresivo, saturado de personajes secundarios, diálogos a veces excesivamente largos y una atmósfera de sospecha palpable. No es una película para quien busque revueltas o acción, sino para aquellos que disfrutan de la observación detallada del comportamiento humano en entornos de clase media ascendente. La película se aferra a la ambigüedad, sin ofrecer respuestas fáciles ni juicios definitivos, dejándote con la sensación de que la verdadera trama reside en las interpretaciones sutiles de sus personajes.

Las actuaciones son, sin duda, uno de los puntos fuertes de la película. Robert Redford, en el papel de Steed, ofrece una interpretación contenida y profundamente humana. No se trata de un héroe idealizado, sino de un hombre cansado, atormentado por sus propios errores y consciente de la fragilidad de su felicidad. Sus interacciones con su esposa, Grace (Elizabeth McGovern), son especialmente convincentes, aunque la relación entre ambos, con sus silencios y miradas cargadas de significado, a veces resulta más frustrante que esclarecedora. El resto del elenco, incluyendo a Bill Pullman, Barbara Hershey y Susan Sarandon, aporta su peso dramático y crea un microcosmos de personajes imperfectos, cada uno lidiando con sus propias decepciones y ambiciones.

El guion, escrito por Robert Towne, se siente a veces sobrecargado. A pesar de sus momentos brillantes, se pierde en descripciones elaboradas y conversaciones innecesariamente largas. Aunque la dirección de Altman es impecable, logrando crear una sensación de claustrofobia y tensión, el ritmo lento puede resultar tedioso para algunos espectadores. La película, en definitiva, no busca la espectacularidad, sino la documentación minuciosa de una vida en declive, un retrato honesto y desencajado de la búsqueda de la felicidad y el fracaso de sus propios ideales. Es una obra maestra de la melancolía y la contemplación, que exige paciencia y una disposición a dejarse llevar por la atmósfera y la complejidad de sus personajes.

Nota: 7/10