“La Resurrección de Frankenstein” no es una secuela convencional, ni una simple remez de la mitología victoriana. Es, en cambio, una incursión audaz y sorprendentemente efectiva en el pasado, una de las películas más inteligentes y, a mi parecer, subestimadas de los últimos tiempos. La dirección de Mark L. Johnson, con un pulso deliberadamente lento pero incesante, te obliga a suspirar, a conectar con el ambiente melancólico y claustrofóbico de Ginebra en el 1818. No se apresura a las respuestas, permitiendo que la tensión se acumule gradualmente, construyendo una atmósfera de inquietud que es palpable desde el primer plano. Johnson no busca el espectáculo visual deslumbrante, sino que se centra en la expresividad de las miradas, el uso del sonido y la iluminación tenue, elementos que contribuyen a crear un clima de constante incomodidad y desasosiego.
La película se distingue por su enfoque poco convencional en la figura de Mary Shelley, interpretada magistralmente por Anya Taylor-Joy. Le otorgan un papel central, no meramente secundario, dándole voz y agencia dentro del drama. Taylor-Joy no solo ofrece una actuación cautivadora, sino que también aporta una sensibilidad moderna al personaje, convirtiéndola en una observadora crítica y, en cierto modo, empática con el Doctor Frankenstein y su creación. Su relación con el científico, que evoluciona desde la curiosidad juvenil hacia un entendimiento más profundo, es el corazón emocional de la película y el eje central de su argumento. La química entre Taylor-Joy y Paul Hilton (el Doctor Frankenstein) es excelente, transmitiendo la complejidad de su vínculo: un pacto de ciencia, de deseo y, finalmente, de responsabilidad.
Paul Hilton, en el papel de Victor Frankenstein, ofrece una interpretación introspectiva y contemplativa. No es el científico maniático y obsesionado que se ha vendido en la leyenda. Hilton lo retrata como un hombre atormentado por sus propias ambiciones, consumido por el dolor y la culpa. Su Frankenstein es un visionario deshonrado, un hombre que ha cruzado una línea moral y que lucha por encontrar redención. La película, a través de sus diálogos, exploran no solo la ética de la ciencia y la creación de vida, sino también la naturaleza de la responsabilidad, el arrepentimiento y la búsqueda de la paz interior. La relación entre Frankenstein y su monstruo, interpretado con una profunda vulnerabilidad por Johnny de Martini, es, en esencia, una historia de búsqueda de aceptación y de comprensión.
El guion, adaptado de un guion original de Mike A. Levin, es inteligente y ambicioso. Evita los clichés de las películas de Frankenstein, centrándose en la psicología de los personajes y en las implicaciones filosóficas de sus acciones. Las fisuras espacio-temporales, elementos clave en la trama, no se presentan como efectos especiales grandilocuentes, sino como metáforas de la ruptura personal y del caos inherente al conocimiento. Aunque el ritmo pausado puede frustrar a algunos espectadores, la película recompensa la paciencia con un final que es tanto esperanzador como inquietante, dejando abierta la posibilidad de que la historia no termine, sino que simplemente comience una nueva. Es una película que te hace pensar, te hace sentir y, en última instancia, te recuerda la fragilidad de la condición humana.
Nota: 8/10