“Las buenas intenciones” (Les Bienveillantes), de Isabelle Meray, no es una comedia ni un melodrama agridulce en el sentido tradicional. Es, en cambio, una radiante y, a veces, desconcertante observación sobre el vacío que puede albergar la filantropía, la hipocresía disfrazada de altruismo y la compleja dinámica familiar. La película, basada en la obra de teatro de la misma autora, se centra en Isabelle (una magnífica Agnès Jaoui), una mujer atrapada en una espiral de actividades benéficas, cuyo principal motor parece ser la necesidad de compensar, de alguna manera, la falta de conexión genuina con su entorno.
Jaoui ofrece una actuación brillante, retratando a Isabelle con una mezcla perfecta de amabilidad superficial, irritabilidad latente y un profundo sentimiento de soledad. Su personaje no es inherentemente malvado; al contrario, es una mujer que ha internalizado una creencia, quizás inconsciente, de que necesita “hacer algo” para merecer el amor y el reconocimiento de su familia. La película explora la desconexión entre sus acciones y sus motivaciones, mostrando cómo la búsqueda de la aprobación externa no logra llenar el vacío interno. La dirección de Meray se centra en la sutileza y en las miradas, transmitiendo con maestría las tensiones familiares y la incomodidad emocional que rodea a Isabelle. La fotografía, con una paleta de colores suaves y apagados, contribuye a la atmósfera de melancolía que impregna la película.
El guion, a pesar de su aparente sencillez, es sorprendentemente profundo. La trama se complica cuando Sophie, una joven carismática activista, llega al centro social donde trabaja Isabelle y pone en tela de juicio su forma de hacer filantropía. La llegada de Sophie no es solo un desafío a la posición de Isabelle, sino una pregunta sobre la autenticidad de sus acciones. La película no juzga a Isabelle; simplemente la presenta, explorando las consecuencias de su comportamiento y las relaciones que afectan a su vida. La relación entre Isabelle y su hija, Léa (interpretada con delicadeza por Léa Seydoux), es especialmente conmovedora, mostrando la frustración y la incomunicación que existen entre ellas. El contraste entre la superficialidad de las intervenciones benéficas y la profundidad del deseo de conexión humana es el núcleo de la narrativa.
“Las buenas intenciones” es, en definitiva, una película reflexiva que invita a la audiencia a cuestionar las motivaciones detrás de nuestras acciones y a considerar el valor del verdadero compromiso. No se trata de una película fácil de ver, pues exige una cierta sensibilidad y una disposición a confrontar la fragilidad de la condición humana. La película logra construir un retrato complejo y matizado de un personaje que, a pesar de sus defectos, resulta ser profundamente humano y, de alguna manera, entrañable. Es un trabajo de Isabelle Meray que, con un enfoque notable, deja una huella duradera.
Nota: 8/10