“Mensajero de la Muerte” (Messiah) no es un thriller que te agarra por su acción, sino una lenta y deliberada exploración de la fe, la obsesión y el horror psicológico. Dirigida por Michael McMillan, la película nos introduce en el tranquilo pueblo de West Texas y en la investigación de Garret Smith, un periodista freelance con un pasado turbulento, que se enfrenta a una serie de asesinatos brutales que involucran a una familia de mormones. Desde el principio, la película establece un ambiente opresivo, caracterizado por una atmósfera rural, casi seca, que refleja la rigidez de las creencias y las costumbres locales. El director aprovecha magistralmente la luz y las sombras, el paisaje desolado y el silencio para generar una sensación constante de inquietud.
La película se distingue por un guion inteligente, que se resiste a caer en clichés del género. McMillan evita la simplificación del conflicto, profundizando en la psique de los personajes, especialmente en la de su protagonista. Garret, interpretado con una intensidad palpable por Matthew McConaughey, es un hombre atormentado por su pasado y, en este caso, confrontado con un caso que le obliga a cuestionar su propio juicio y la naturaleza humana. La historia avanza a un ritmo pausado, permitiendo al espectador sumergirse en las vidas de los personajes y en las complejas relaciones familiares. La tensión no reside en persecuciones frenéticas, sino en la acumulación de indicios, en los silencios incómodos y en las miradas que revelan más de lo que se dice.
Sin embargo, la fuerza principal de "Mensajero de la Muerte" radica en las actuaciones. McConaughey ofrece una interpretación creíble y matizada, transmitiendo la fragilidad emocional y la determinación de Garret. Pero el reparto secundario también sobresale, especialmente Boyd Holbrook como el misterioso y perturbador hermano de una de las víctimas. Sus gestos, sus miradas, su ambigüedad son la clave para mantener al espectador en vilo. El resto del elenco secundario aporta una profundidad inquietante a la narrativa, dotándola de realismo. La dirección de los actores es excelente, contribuyendo a la sensación de que estamos presenciando un drama psicológico genuino.
A pesar de su ritmo deliberado, la película no se vuelve densa o aburrida. McMillan construye una narrativa intrincada, llena de sorpresas y giros inesperados. El misterio se va desvelando gradualmente, obligando al espectador a cuestionar sus propias suposiciones. La película no ofrece respuestas fáciles ni moralmente simplistas. Al final, nos deja con más preguntas que respuestas, como una reflexión sobre la naturaleza del bien y del mal, y sobre las consecuencias devastadoras de la fe ciega y la obsesión. Es una película que permanece en la mente mucho después de que los créditos finales hayan comenzado a rodar, invitando a la reflexión y al debate. Un thriller psicológico que, en última instancia, es más un retrato de la condición humana que un simple relato criminal.
Nota: 8/10