Mia y el león blanco (2018)

“Mia y el león blanco” no es, quizás, una epopeya cinematográfica que redefinirá el género de la aventura. Pero sí es una experiencia visual y emocionalmente resonante que, a pesar de sus certezas narrativas, consigue cautivar con su belleza natural y la conexión genuina que se establece entre su protagonista y un animal excepcional. La película, dirigida por Johan Delville, se aleja, en gran medida, de la tradicional historia de la niña y el animal salvaje, optando por un enfoque más íntimo y contemplativo, centrado en la transformación interna de Mia.

Ella Portman, en un papel que la explota al máximo, ofrece una interpretación delicada y convincente. Su Mia no es simplemente una niña aventurera; es una joven atormentada por la reciente mudanza, el duelo por la abuela y un sentimiento general de alienación. Portman transmite con maestría la vulnerabilidad y el creciente coraje de su personaje, mostrando un viaje emocional gradual y palpable. La química entre Portman y el león, según la realidad, un ejemplar del subespecie africana del león blanco, es el corazón de la película. No se trata de una amistad instantánea, sino de un proceso lento y respetuoso, basado en la observación, la paciencia y la conexión espiritual. La dirección artística juega un papel crucial en este aspecto; las tomas que muestran a Mia y al león interactuando son cuidadosamente construidas, llenas de detalles que evocan una sensación de asombro y confianza.

El guion, aunque a veces previsible, se beneficia de un ritmo pausado que permite al espectador sumergirse en el entorno africano y en la relación entre los personajes. No se apresuran a introducir complicaciones o giros dramáticos, prefiriendo centrarse en la belleza de la naturaleza y el desarrollo de la conexión. La película, aunque no revolucionaria en su trama, explora con sensibilidad temas como la pérdida, la aceptación, la responsabilidad y el respeto por el medio ambiente. Sin embargo, a veces, la narración se siente un poco simplificada, evitando profundizar en las implicaciones sociales y políticas de la preservación de la fauna salvaje. El final, inevitablemente, recurre a fórmulas familiares, aunque la sensación general es de esperanza y plenitud.

Visualmente, “Mia y el león blanco” es un festín para los ojos. La fotografía de Matthieu Dugas captura la inmensidad y la belleza de la sabana, desde la luz dorada del amanecer hasta la oscuridad profunda de la noche. El uso del color es exquisito, con paletas cálidas y vibrantes que contrastan con la serenidad y la melancolía de la historia. La banda sonora, compuesta por Dario Marianelli, complementa a la perfección las imágenes, creando una atmósfera de ensueño y misterio. Es una película que, aunque no desafía las convenciones, sí logra conmover al espectador y abrir sus ojos ante la magia y la fragilidad de la naturaleza.

Nota: 7.5/10