Possum (2018)

“Possum” no es una película que te entretenga con efectos especiales deslumbrantes o una trama repleta de giros argumentales. Es, en cambio, una experiencia visceral, una inmersión oscura y perturbadora en la psique fracturada de un hombre marcado por el trauma y la culpa. La película de Justin Lee Cohen nos presenta a Walter, interpretado magistralmente por Bill Camp, un marionetista en ruinas que regresa a su pueblo natal, un lugar que alberga recuerdos dolorosos y la amenaza de un padrastro abusivo que lo ha atormentado durante décadas.

Cohen se distancia deliberadamente de la grandilocuencia. La dirección es minimalista, pero increíblemente efectiva. El uso de la cámara es generalmente alejado, casi documental, como si estuviéramos observando a Walter desde la distancia, un espectador incómodo que presencia el desenterramiento de una historia cruel. Esta decisión estilística potencia la atmósfera de inquietud y desesperación, creando una sensación de claustrofobia incluso en los espacios abiertos del paisaje rural. La película no intenta impresionar con una estética llamativa; se centra en transmitir la angustia y el peso emocional de los personajes.

La actuación de Bill Camp es, sin lugar a dudas, el corazón palpitante de la película. Camp no solo interpreta a un hombre consumido por el dolor, sino que lo *es*. Su Walter es un ser frágil, vulnerable y desprovisto de recursos emocionales, pero a la vez, posee una persistente, casi patética, voluntad de confrontar el pasado. La sutileza de sus gestos, la expresión en su rostro, la manera en que habla, todo comunica la profundidad de su sufrimiento. El resto del reparto, aunque pequeño, también ofrece interpretaciones sólidas, especialmente el actor que interpreta al padrastro, quien logra evocar una sensación de maldad contenida, de una amenaza silenciosa que acecha en cada sombra.

El guion, aunque no se basa en un desarrollo argumental vertiginoso, posee una fuerza narrativa poderosa en su simplicidad. La película se centra en la exploración del trauma, de la memoria y de las consecuencias duraderas de la violencia psicológica. Cohen no ofrece explicaciones fáciles ni resolución definitiva. La película se deleita en el desenterrar de los secretos de Walter, mostrando la complejidad del daño causado y la dificultad de escapar de su pasado. El ritmo es pausado, permitiendo que las emociones se acumulen y que el espectador internalice la realidad de la situación. Es una película que te hace pensar, que te obliga a confrontar con la posibilidad de que el dolor más profundo no se cure, sino que simplemente se vuelve más profundo con el tiempo. No es un espectáculo de entretenimiento, sino un espejo oscuro que refleja la fragilidad de la condición humana.

Nota: 7/10