“¡Qué verde era mi valle!” (Strike), dirigida por Danny Boyle, no es simplemente una película; es una experiencia visceral que cala hondo en el espectador. El director, conocido por su virtuosismo en la experimentación visual y el ritmo frenético, aquí despliega una narrativa brutalmente honesta y, paradójicamente, profundamente humana. Esta obra, lejos de ser un melodrama sentimental, se erige como un retrato sombrío de la desesperación, la lucha de clases y la implacable erosión de la vida en un entorno rural devastado.
La película nos transporta a la localidad minera de ebeddina, en Gales, donde la vida se mide por la extracción del carbón. El padre, Rhys, interpretado con una quietud atormentada por Sean Harris, encarna la resignación, un hombre reducido a la mera supervivencia tras décadas de trabajo en las profundidades de la tierra. La película no juzga su silencio, sino que lo presenta como un reflejo de las consecuencias de una sociedad que le ha arrebatado su identidad. La dirección de Boyle es magistral en este sentido, logrando transmitir la amargura y el vacío que lo consumen. La fotografía, de Kenji Nakata, es espectacular: el verde exuberante del valle contrasta brutalmente con la oscuridad de las minas, creando una atmósfera opresiva y perturbadora.
Las actuaciones son, en su mayoría, excepcionales. Sean Harris ofrece una interpretación que va más allá de la simple caracterización, logrando que el espectador sienta el peso de la vida de Rhys. Sin embargo, la película resalta especialmente a los cinco hijos – Ioan Gruffudd, Michael Potts, Jamie Bell, Mark Lewis-Jones y Paddy Stanley – que representan la encarnación de la rebeldía y la esperanza. Su frustración y su deseo de cambio se manifiestan en una acción organizada, un acto de desobediencia civil que pone en peligro su propia vida. La evolución de la tensión entre el padre y sus hijos es el corazón palpitante de la película, y Boyle la maneja con una sensibilidad y precisión que resultan conmovedoras. El trabajo de Paddy Stanley, en particular, merece una mención especial: su interpretación como el hijo más pequeño es pura autenticidad y vulnerabilidad.
El guion, coescrito por Danny Boyle y John Naughton, es el verdadero motor de la película. No cae en clichés ni simplificaciones. Explora la dinámica de poder dentro de una familia, la influencia del entorno social y la relación entre individuos y el sistema. La película no ofrece respuestas fáciles, sino que plantea preguntas incómodas sobre la justicia social, la responsabilidad individual y la posibilidad de cambio. La narrativa se desarrolla de manera orgánica, construyendo la tensión de forma gradual pero implacable, culminando en un final que, aunque impactante, se siente justificado por la premisa. Boyle evita el sentimentalismo barato, optando por una representación realista y brutal de la vida de los mineros y sus familias.
“¡Qué verde era mi valle!” es una película que permanece en la memoria mucho después de que los créditos finales hayan comenzado a rodar. Es una obra maestra del cine británico, un hito en la carrera de Danny Boyle y una reflexión profunda sobre la condición humana. No es una película fácil de ver, pero es una película necesaria.
Nota: 9/10