“The Devil’s Candy” es una película que, a primera vista, parece un melodrama familiar inquietante, pero en realidad es mucho más compleja y perturbadora que un simple cuento de terror. Dirigida por Ernest Dickison, la película explora con una maestría escalofriante los límites de la obsesión, la culpa y la fragilidad de la psique humana. No es una película fácil de ver, ni mucho menos una para pasarla bien, pero su impacto duradero es innegable.
La historia se centra en Jesse y Astrid, una pareja que se muda a una casa rural en el despoblado sur de Texas para que Jesse pueda dedicarle tiempo a su trabajo artístico. Lo que comienza como una búsqueda de inspiración se convierte en una lenta y agonizante desintegración de la realidad. Los cuadros de Jesse, inicialmente llenos de colores vibrantes, empiezan a transformarse, adquiriendo tonalidades sombrías y ominosas, reflejando, quizás, la creciente oscuridad en su mente. La dirección de Dickison es magistral en la creación de una atmósfera de constante incomodidad. La cámara no se detiene, observando cada pequeño detalle, cada mirada vacía, cada gesto que refuerza la sensación de que algo terrible está a punto de suceder. Hay un uso inteligente del espacio, la luz y el color, que contribuyen a la narrativa visual y subyacen a la ansiedad palpable que la película genera.
La actuación de Emory Cohen como Jesse es excepcional. Evita los clichés del personaje de artista atormentado, ofreciendo una interpretación sutil y aterradora. Su mirada, a menudo perdida en el vacío, es la que realmente comunica el horror de su situación. Pero es la actuación de Chandler Edmunds como la hija, una niña de 10 años llamada ‘Little Girl’, la que realmente te marca. La ingenuidad, la curiosidad y, eventualmente, la repulsión de la niña es el corazón pulsante de la película. Edmunds ofrece una actuación cautivadora y conmovedora, transmitiendo una complejidad emocional asombrosa para su edad. La película no se burla de la niña; en cambio, la presenta como un observador directo de la decadencia moral que se desarrolla a su alrededor. La relación entre Jesse y la niña es el eje central de la película y el elemento que la hace tan inquietante.
El guion, a pesar de su relativa sencillez en la trama, es notablemente efectivo. Dickison y el guionista, Ernest Dickison, construyen la tensión gradualmente, sin recurrir a sustos fáciles. Se centra en la psicología de los personajes y en la atmósfera opresiva. La película, en última instancia, explora el concepto de la inocencia corrompida, mostrando cómo la exposición a la oscuridad puede destruir incluso el espíritu más puro. No ofrece respuestas fáciles, ni una resolución definitiva; más bien, se queda con la sensación de un final ambiguo y perturbador. La película es una meditación sobre la naturaleza del mal, la responsabilidad y las consecuencias de nuestros actos.
Nota: 8/10