Thirteen (2003)

“Thirteen” (1999) no es, precisamente, una obra maestra cinematográfica. Sin embargo, es una película que, a pesar de sus evidentes limitaciones, posee una inquietante autenticidad que la convierte en un reflejo perturbador de la adolescencia y la fascinación por el poder. Dirigida por Mark Waters, la película no intenta pretender ser una comedia brillante, sino que se sumerge en la angustia y la confusión de la adolescencia, ofreciendo una visión cruda y a menudo incómoda de las dinámicas sociales de un instituto estadounidense.

La película se centra en Tracy, interpretada con una vulnerabilidad convincente por Shannon Tweedale. Tweedale logra transmitir la inocencia inicial de la protagonista, su mirada curiosa y su deseo de ser aceptada. Su transformación, impulsada por la amistad con Evie (Natasha Lyonne), no es simplemente una cuestión de moda o de rebeldía; es un proceso de desorientación profunda, de abandono de la propia identidad en favor de una identidad que le ofrece una falsa promesa de poder y popularidad. Lyonne, como Evie, es absolutamente magistral. Su personaje es sutilmente aterrador, una figura carismática pero depredadora que manipula y utiliza a los demás para su propio entretenimiento y para consolidar su posición social.

El guion, escrito por Mark Waters y John Eisner, es donde la película realmente brilla (o más bien, dónde reside su principal defecto). Si bien las situaciones son a veces exageradas y el ritmo puede resultar un poco irregular, la película se centra en la psicología de los personajes y en la lenta erosión de la inocencia. La trama, centrada en el consumo de drogas y en las complejas relaciones de amistad y rivalidad entre las chicas, es un espejo de las presiones sociales que sufren las adolescentes. Es una representación realista, aunque dura, de la búsqueda de identidad en un entorno donde la imagen y la aceptación son primordiales. No rehúye los aspectos más oscuros, como la presión para consumir, la deshonestidad y las consecuencias de la manipulación.

La dirección de Waters es eficiente y se concentra en capturar la atmósfera opresiva de la película. Los espacios confinados del instituto y los escenarios nocturnos adquieren un tono inquietante. La banda sonora, con canciones populares de la época, no solo complementa la narrativa, sino que también funciona como un elemento clave para definir el estado de ánimo de la película. La película no ofrece soluciones fáciles ni moralizantes; simplemente presenta una situación problemática con consecuencias reales, dejando al espectador con una sensación de inquietud y reflexión sobre la fragilidad de la adolescencia y la importancia de la autenticidad.

Nota: 7/10