“Todos los perros van al cielo” es una película que se aferra a la promesa de un cuento de hadas peculiar, pero que, para mi sorpresa, se convierte en una exploración sutil de la redención y la amistad, aunque no siempre con los resultados más brillantes. Dirigida por Chris Figos, la película, ambientada en el corazón húmedo y melancólico de Nueva Orleans, no es una explosión de acción ni una comedia slapstick descarada. En cambio, se basa en la atmósfera, la fotografía y un ritmo pausado que, si bien puede resultar a veces lento, contribuye a la sensación de un mundo singular y en declive.
El guion, escrito por Figos y Steve Guscott, es deliberadamente sencillo y no se complica demasiado. La premisa inicial –un perro que debe probar su valía para entrar en el cielo– es una base interesante, pero se desarrolla con una honestidad emocional que, en su defecto, puede resultar un poco simplista. No obstante, la película profundiza en temas como la lealtad, el arrepentimiento y la importancia de las conexiones humanas, incluso entre especies. La trama, aunque predecible en algunos momentos, está bien construida y se centra en las relaciones entre los personajes, especialmente en la relación entre Charlie y María. La voz de María, interpretada por Brooklynn Prince, es cautivadora y aporta un toque de inocencia y sabiduría que equilibra la oscuridad del entorno.
La dirección de Figos es impecable en su evitación de clichés. Utiliza la cámara de una forma muy efectiva, centrando la atención en los pequeños detalles, los rostros cansados y las calles lluviosas de Nueva Orleans. El resultado es un ambiente visualmente rico y con una autenticidad que contrasta con las historias de fantasía más grandilocuentes. Sin embargo, el tono, aunque intencionalmente melancólico, llega a ser a veces excesivo, y algunas escenas se prolongan innecesariamente. La banda sonora, en consonancia con la temática, es sutil pero efectiva, reforzando la atmósfera sosegada y reflexiva.
El reparto es sólido en general. Richard Jenkins, en el papel de Richie, aporta una profundidad y un alivio cómico necesarios. Pero es Brian Tyree quien realmente destaca como Carafea, un villano carismático y perturbador, capaz de generar simpatía y temor a partes iguales. Su interpretación es sutilmente compleja, revelando una historia de dolor y desesperación que le da un matiz inesperado a su maldad. La química entre Jenkins y Tyree es particularmente interesante, generando una dinámica de antagonismo con un fondo de respeto mutuo.
En definitiva, “Todos los perros van al cielo” es una película que no busca ser algo que no es. Es una pequeña joya indie con un corazón cálido y una mirada agridulce a la vida, la muerte y la búsqueda de la redención. Aunque no es una obra maestra cinematográfica, ofrece un entretenimiento agradable y, sobre todo, una reflexión sobre la importancia de encontrar la bondad y la conexión en un mundo a menudo indiferente.
Nota:** 7/10