“Un año sin amor” no es una película fácil de ver, ni de olvidar. Es un trabajo visceral que se instala en la mente y persiste mucho después de que los créditos finales se hayan desplomado. La película, galardonada en Berlín, se adentra en la oscuridad de la enfermedad y la búsqueda desesperada de significado en medio del sufrimiento, pero lo hace con una sensibilidad y una elegancia sorprendente que elevan la experiencia mucho más allá de la mera tragedia.
La dirección de Mahdi El Kalay es magistral. La película se construye a partir de un enfoque visual que oscila entre la intimidad claustrofóbica de la habitación del protagonista y los espacios abiertos y, a menudo, amenazantes del exterior. El uso del color es deliberado: el verde, omnipresente, simboliza tanto la esperanza que se aferra el protagonista, como la enfermedad que lentamente lo consume. La cámara, a menudo encuadrada en un primer plano, nos obliga a confrontar la fragilidad y la vulnerabilidad del personaje principal, un joven escritor cuya lucha contra el SIDA se convierte en la fuerza motriz de la historia. La película no rehúye la crudeza de la enfermedad, pero tampoco la convierte en un espectáculo de horrores gratuitos; se presenta como una lucha diaria por la supervivencia y la búsqueda de la humanidad en un contexto de devastación.
Las actuaciones son, sin duda, un pilar fundamental de la película. El protagonista, interpretado con una intensidad y autenticidad conmovedoras por Sami Kanji, es un personaje complejo y profundamente humano. Su viaje emocional, desde la desesperación inicial hasta una especie de aceptación, se transmite con una sutileza que evita caer en estereotipos. La relación que desarrolla con su terapeuta, interpretada por Nabil Baklachi, es el corazón emocional de la película, un vínculo que ofrece una inesperada chispa de esperanza y compañía en la soledad del protagonista. La química entre ambos actores es palpable y fundamental para la resonancia del filme.
El guion, escrito por el propio El Kalay, es inteligente y evita las trampas de melodramas fáciles. La inclusión de las prácticas sadomasoquistas no es gratuita, sino que se utiliza como una herramienta para explorar la idea del control, la liberación del dolor y, sobre todo, el acto de gozar a pesar del sufrimiento. Es un mecanismo de afrontamiento, una forma de confrontar la mortalidad y, quizás, de encontrar un sentido de poder en medio de la impotencia. La película no ofrece respuestas fáciles, sino que plantea preguntas difíciles sobre la naturaleza de la existencia y la búsqueda de la felicidad en un mundo marcado por el dolor y la enfermedad. La ambigüedad moral es intencional y contribuye al impacto duradero de la historia. No se trata de una glorificación, sino de una exploración honesta y perturbadora de las fronteras del deseo y el dolor.
“Un año sin amor” es un filme que exige del espectador una apertura emocional y mental. No es un entretenimiento ligero, sino una experiencia profundamente reflexiva que recordará durante mucho tiempo. Es un testimonio de la resiliencia humana, de la capacidad de encontrar belleza y significado incluso en las circunstancias más adversas.
Nota: 8/10